Diario de León

Emilio Gancedo | Coordinador del Instituto Leonés de Cultura

Un reto colosal llamado León

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No hay mayor reto en esta tierra que la tierra misma. No conozco ningún desafío que afecte a tantas dimensiones de un territorio concreto como el que atañe a León.

¿Por qué, se preguntará? ¿Qué tiene esta tierra de especial? ¿No es una provincia como cualquier otra? ¿Por qué siempre tanto debate y por qué siempre tanta controversia en torno a su realidad pasada, presente o futura?

Buen momento y buen espacio, este que brinda DIARIO DE LEÓN a cuenta de su 115 cumpleaños, para detenernos un momento y pensar sobre todas estas cuestiones. No sin antes, claro, felicitar al decano de la prensa provincial por un aniversario tan señero. Una veteranía de la que muy pocos pueden hacer gala y ante la que este periódico que es también el mío —vaya que sí— ha de esforzarse por estar a la altura (¡otro reto!). Recuerdo cuando realizaba mis prácticas en la redacción, allá en los últimos años de la década de los noventa, y el inolvidable Antonio Núñez, con la chusta y la botella de ginebra guardada en el cajón, explicaba su particular regla dorada del periodismo: «Chaval —decía—, aquí hay que escribir con las ‘tres ces’, ¿entiendes?».

Yo, por supuesto, no lo entendía. Aquello no encajaba con la «pirámide invertida» ni con otras herramientas de las que nos hablaban en la facultad.

Y como no lo entendía, él me lo aclaraba: «Pues las tres ces son «conciso, concreto y con boina. ¡Con boina, hombre, para que lo entiendan todos, hasta el paisano del teleclub!».

Así explicaba él, a su modo franco y espontáneo, último eslabón de la casi extinta raza de los viejos periodistas, ese necesario esfuerzo para democratizar la información, por hacerla veraz y accesible. Y eso que ni siquiera existían –o no con la entidad actual, al menos— las llamadas fake news.

La aventura informativa de DIARIO DE LEÓN —formidable, heterogénea, incalculable— con sus millones de argumentos cotidianos, pensados y elaborados para entender y para entendernos, es inseparable de la aventura histórica de las comarcas leonesas. Pero una y otra resultan incomprensibles si no tenemos en cuenta a las gentes de esta tierra, a esa tercera «ce» de la que hablaba el buen Núñez.

Y aquí volvemos al «suco». Hay un reto, un dilema, que se arrastra desde hace décadas y que, lejos de desaparecer, va engordando con el tiempo. Hay un aprieto histórico que tiene muchas caras, muchos espejos que nos devuelven otras tantas imágenes de lo leonés.

Hay un componente de pasión, de amor incondicional hacia este viejo, noble y esquilmado país, sin el cual nada resulta verdadero ni perdurable

Ese nudo gordiano tiene que ver con el hecho de que, aunque la Constitución proclama su voluntad de proteger «a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de sus culturas y tradiciones», y de que el Tratado de la Unión Europea establece que la UE «respetará la riqueza de su diversidad cultural y lingüística» y velará por su «conservación y desarrollo», esto no se ha venido poniendo en práctica, o al menos no con la intensidad y el compromiso que en otros territorios, en el caso de León. Y es pertinente destacar que, posiblemente, no sea solo un problema de pertenencia administrativa (que también) sino, con claridad, un problema de la propia sociedad, de no haber llegado a comprender qué tipo de patrimonio ha venido atesorando en el transcurso del tiempo. Nótese el empleo de «patrimonio» y no de «identidad» (en filosofía, «relación que toda entidad mantiene consigo misma», asunto que nos llevaría mucho más lejos). Es un tema de precepción, de educación social. Es un fenómeno colectivo que, poco a poco, está cambiando.

Lo que resulta innegable es que esta tierra, en un determinado momento, inició una caída libre. Un descenso precipitado, más alarmante aun teniendo en cuenta su tamaño, población y variedad comarcal, y que afectaba a su demografía, su economía y su dinamismo social. Y también a su conocimiento y valoración de lo propio, dentro de lo cual caben asuntos tan importantes de cara a gestionar lo nuestro como el derecho consuetudinario, el poblamiento, la organización del común, los paisajes culturales, la lengua tradicional, la música, las fiestas…

Podemos consolarnos pensando que estos problemas tienen una dimensión mundial, que la creciente homogeneización del planeta y la entrega de la tierra —que antes pertenecía a las comunidades campesinas— a pocas manos y a grandes multinacionales conlleva en todas partes graves riesgos de empobrecimiento social y natural, pero no por ello dejan de ser aquí tremendamente hirientes, altamente preocupantes.

Son los flecos de un nudo grande e intrincado. A diferencia de otros territorios, existe en esta provincia un sistema propio de juntas vecinales, que abarca todo la provincia y que tantísimas veces es obviado, ignorado o directamente atacado por instancias superiores. Hay una lengua propia, el leonés, arraigada en ciertas comarcas y con valiosos restos en otras, que no encuentra cauces para su dignificación y cultivo. Hay un patrimonio cultural e histórico de ingente variedad que solo desde hace poco empezamos a tener claro que es necesario proteger y defender (especialmente porque nadie lo va a hacer por nosotros). Desde el Instituto Leonés de Cultura de la Diputación, al menos, se ha iniciado esa labor de concienciación con un proyecto global, unas líneas de trabajo claras en torno a las peculiaridades de nuestro territorio. Y hay, en fin, un patrimonio natural de abrumadora belleza y valor cuyo aprovechamiento está vedado a las gentes que viven a sus orillas, lo cual, muchas veces, los convierten en enemigos del mismo.

Para salir airosos de ese reto, ni se puede ser derrotista ni triunfalista. Ni perderse en la maleza de la burocracia. Hay que tener sentido del equilibrio y criterio, y conocer como el mejor de los sociólogos o de los antropólogos las características de una población diversa y sorprendente. Y que haya un componente de pasión, de amor incondicional hacia este viejo, noble y esquilmado país, sin el cual nada resulta verdadero ni perdurable.

Desde hace un tiempo, en el transcurso de múltiples viajes por todas nuestras comarcas, uno contempla esperanzado cómo esos «fueguines», esas pequeñas llamaradas de pasión, empiezan a motear el territorio. Pequeños pero valientes proyectos que apuestan por los saberes antiguos o que, de nuevo, humanizan el territorio; jóvenes presidentes de juntas vecinales con ganas y entusiasmo; pioneros que deciden regresar a su tierra porque sentir esa raíz es algo que no se parece a nada. Ilusión.

Es la tercera «ce». O las instituciones están al lado de ella, incondicionalmente al lado de ella, o León habrá claudicado ya del todo.

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