Diario de León

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Desde luego, el de Julián Ayesta es un caso singular. Colaborador con relatos en las revistas Garcilaso y Destino, sus Cuentos sólo vieron la luz póstumamente en Pretextos (2001), así como sus Dibujos y poemas rescatados por Trotta (2003). De hecho, tuvo una única resurrección intermedia, coincidiendo con el abyecto Estado de Excepción de 1969, cuando, según Miguel Delibes, «el miedo se adueñó del país». Aquel 18 de enero fueron detenidos en Madrid los estudiantes del Frente de Liberación Popular Enrique Ruano (1947-1969) y su novia leonesa Dolores González Ruiz (1947-2015). Nuestra paisana Lola Ruiz viviría ocho años después, en el asalto ultra al despacho laboralista de Atocha 55, el asesinato de su marido Javier Sauquillo.

Después de un fin de semana de tortura en Sol, tres policías de la Secreta llevaron a Ruano a registrar su piso de estudiante. Una vez allí y como se resiste a cantar, le pegan un tiro y lo arrojan por la ventana de un 7º al patio interior. Esto, así como el hecho de que tenía serrado el hueso tiroteado de su clavícula, se descubrirá en la revisión judicial de 1994, después de que los tres policías (Francisco Colino, Celso Galván y Jesús Simón) hubieran sido condecorados por el ministro socialista Barrionuevo. Al día siguiente del asesinato de Ruano, el Abc dirigido por Torcuato Luca de Tena manipula extractos de su diario personal, localizado por la policía en el registro de la casa de sus padres, para acreditar una latente tendencia suicida de la víctima. La faena manipuladora la ejecutó, como otras veces, el instrumental Alfredo Semprún, todavía medio siglo después activo como subdirector en el diario ‘La razón’.

Ante la queja entonces de los padres de Ruano, el ministro Fraga les amenazó con detener a su hija Margot, como sospechosa de implicaciones políticas. La única protesta severa y decidida, en aquel país paralizado por el miedo, la hizo el escritor y diplomático Julián Ayesta con un artículo que tituló Lo intolerable y firmó con su número de DNI. La cautela no le sirvió de nada, porque la policía identificó su identidad y aquel Abc al servicio de Fraga la difundió sin escrúpulos.

Superado el estrago, Ayesta seguiría cooperando en la órbita de Dionisio Ridruejo, mientras asistía a las sucesivas ediciones de su novela: Ínsula (1952), Arión (1958), Seix Barral (1974), Simio (1987), Planeta (1996), y ya póstuma, El Acantilado (2000). La acción se sitúa en la costa asturiana, en los días previos a la guerra civil, y su expresión articula una prosa impresionista, que alterna seductora pasajes coloquiales con otros de un lirismo exquisito. Las banderas tutelares que arropan a Helena o el mar del verano son la égloga primera de Garcilaso y Sombra del paraíso de Aleixandre, en un texto que rezuma poesía, tanto en la sensualidad de su prosa, como en la frescura de sus episodios narrativos, con los que construye una auténtica novela lírica.

Sus estampas tienen resortes de conjuro amoroso. Ignacio Soldevila Durante (1929-2008) atribuye el silencio posterior de Ayesta a su difícil travesía por el áspero panorama literario de su tiempo, bastante similar a un cementerio sembrado de promesas baldías. Helena (con h de Troya) o el mar del verano reúne en sus escasas ochenta páginas Aventura en el bosque (1943), la inaugural Almuerzo en el jardín (1947), su nuclear La alegría de Dios, que incide en una educación obsesionada con el pecado, y su remate de homenaje a la Grecia clásica, que titula Tarde y crepúsculo.

Escenas repartidas en tres capítulos de estructura circular, que arrancan y concluyen siempre en verano, arropando un interludio invernal, que supone la entrada del narrador prendado de su prima Helena en la primera juventud. Formalmente, no es una novela breve, ni un ramillete de cuentos, sino más bien las teselas de un mosaico modernista, cuya ficción unitaria deriva de su tono lírico y del contacto estilístico entre unas piezas que comparten su leve hilo argumental.

Relato del amor adolescente, Helena o el mar del verano conjuga estampas de un costumbrismo amable, que remiten a atmósferas del regionalismo decimonónico, entre juegos, besos y mariposas, para concluir el paseo vespertino con una declaración que los convierte en protagonistas del crepúsculo: ‘Helena, te quiero; y yo a ti, más’. A pesar de las similitudes narrativas planteadas en su momento con La vida nueva de Pedrito de Andía (1950), de Rafael Sánchez Mazas, el porte seductor del narrador y su amada Helena nada tiene que ver con la poquedad del escuchimizado Andía, a quien rechaza y desecha su prima Isabel. Helena y su también primo son hermosos e incluso rubios.

Este hedonismo narrativo contrasta con la puritana moral nacionalcatólica del momento, acercándose en su episodio nuclear La alegría de Dios al espíritu fustigador de Pérez de Ayala en su AMDG (1910): «Y mientras se estaba en pecado mortal, todos los días eran grises aunque hiciera sol y todas las cosas salían mal y le peguntaban siempre a uno la única lección que no había estudiado, y papá estaba de mal humor y mamá más triste, y cuando se jugaba al fútbol no le pasaban a uno o si le pasaban, desperdiciaba los pases de la manera más tonta, y además, siempre que uno estaba en pecado mortal perdía el Sporting aunque jugase en casa o empataba, que jugando en casa era como perder». Otra peculiaridad que singulariza la obra de Ayesta es su predilección por la expresión literaria frente al entonces casi obligado reflejo de conflictos cotidianos.

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