Diario de León

El arte de beber sin mojarse los labios

A los antiguos viajeros les maravilló la forma de este recipiente y la pericia de los españoles para beber sin mojarse los labios. Por poder, el porrón se puede usar perfectamente en soledad. Sin embargo fue ideado como utensilio de uso colectivo, la herramienta perfecta para que varias personas compartieran bebida de forma higiénica y práctica. Bebida y vida

RAMIRO

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León

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Cuánto hace que no beben un buen trago de porrón? Echar la cabeza hacía atrás, mirar al cielo y recibir en el gaznate un fresco chorro de vino o cerveza debería ser algo tan laureado como las dichosas magdalenas de Marcel Proust, pero todavía no ha habido quien haya cantado al porrón tal y como este genial invento se merece. O al menos yo no lo he encontrado.

Josep Pla, el payés universal, sólo lo mencionó una vez —y de pasada— en su libro ‘El que hem menjat’ (‘Lo que hemos comido’, 1972). Algo más generoso fue en ‘Viaje a pie’ (1949), donde podemos leer cómo lo primero que hacían los pescadores catalanes al llegar a puerto era pedir a gritos un porrón de vino. Se pasaba de mano en mano y se bebía de él cuanto se quería, sin importar de quién fuera o quién invitara al sorbo. Según Pla el porrón formaba parte de «una manera de ser generosa y alegre» que ya hace 70 años se estaba perdiendo en favor de una sociedad quizás más fina, sí, pero también más individualista y aburrida.

Por poder, el porrón se puede usar perfectamente en soledad. Sin embargo fue ideado como utensilio de uso colectivo, como la herramienta perfecta para que varias personas compartieran bebida de forma higiénica y práctica. El porrón nació acorde a unos tiempos en los que las familias comían directamente de una sola cazuela, las rebanadas de pan hacían las veces de plato y los cubiertos o no existían o eran tan valiosos como llevarlos siempre encima y legarlos como herencia.

Los vasos tampoco abundaban a finales del siglo XIV, fecha en la que se fabricó el porrón más antiguo que conocemos. De vidrio soplado y pequeño tamaño, tiene todos los elementos de un porrón clásico (cuerpo abultado, boca alta y estrecha, pitorro largo) pero no se creó para beber vinillo sino para contener o administrar medicinas. Seguramente en la farmacia del monasterio cisterciense de Santa María de Poblet (Tarragona) hubo —además de tarros, matraces, balanzas, morteros y otros instrumentos de botica— diversos artefactos con aspecto ‘porronil’ de los que sólo ha sobrevivido uno. Aunque el ahora famoso porrón de Poblet se utilizara alguna vez para beber, lo más probable es que sirviera de recipiente medidor o incluso como administrador de enemas.

LA SANTA TRINIDAD DE LA SED IBÉRICA

No es la forma lo que hace de un porrón un verdadero y auténtico porrón, sino el uso, y hace 600 años el cristal era demasiado caro como para poder elaborar con él utensilios de corte popular.

Todo esto se cuenta en el libro ‘El Porró: de Poblet A Nova York’ (Josep Maria Rovira, 2019) y si a estas alturas les parece a ustedes que en esta historia abundan los nombres catalanes es porque el porrón no sólo está estrechamente vinculado con la cocina y el folklore de Cataluña, sino que además sus orígenes históricos hay que ubicarlos en el viejo reino aragonés. No está claro si fue en Valencia, Cataluña o Aragón donde se inventó, pero sí sabemos que la palabra ‘porrón’ proviene del catalán ‘porró’ y que hace 200 años su uso —tremendamente habitual en tierras catalanas y aragonesas— aún no estaba extendido por toda la península.

Lo que sí se conocía desde hace siglos era el beber a gallete o gollete (del francés goulet, ‘paso estrecho’), que no es otra cosa que dejar que la bebida caiga desde el cuello de la botella hasta el interior de la boca sin tocar los labios.

A gallete es como se bebe de la bota y también del botijo, dos recipientes que constituyen, junto al porrón, la santa trinidad de la sed ibérica. Escarbando en la historia encontramos como antecedente de todos ellos al ritón o rhyton de la antigüedad, un vaso cónico hecho con cuerno de animal o de aspecto zoomorfo que solía tener un agujero en la punta para beber a gollete. Uno de los frescos que la erupción del Vesubio ayudó a preservar en Herculano representa precisamente a un hombre bebiendo de un ritón, la misma imagen que se grabó en el recuerdo de uno de los primeros visitantes de Pompeya y que ayudó a establecer la conexión ritón-porrón.

George Downing Whittington era inglés, historiador del arte y aficionado a viajar. En marzo de 1803 y tras haber visitado las ruinas de Herculano viajó desde Génova hasta Barcelona, listo para conocer las maravillas de España y Portugal. Tres años más tarde publicó sus peripecias peninsulares en el libro ‘A tour through the principal provinces of Spain and Portugal’, donde encontramos un párrafo sobre la curiosa forma de beber que tenían los labradores catalanes: «Por medio de un pico vierten el vino en sus bocas desde cierta distancia y son muy diestros en esta limpia costumbre [...] Este modo de beber es antiguo y clásico, tal y como puede verse en los frescos de Herculano».

Beber en porrón es un arte difícil de adquirir. Alejandro Dumas, el gran escritor francés, no fue capaz de cogerle el tranquillo cuando visitó España en 1846. Tan vergonzosa debió de ser su actuación que al final de su vida la tenía aún tan presente como para incluirla en su ‘Gran Diccionario de cocina’ (1873) y decir que el porrón «era uno de los bochornos más inesperados a los que se enfrentan los viajeros en ciertas zonas de España, sobre todo en Navarra y el Bajo Aragón».

Si no quieren ustedes que les pase como a Dumas y ser el hazmerreír de sus acompañantes, saquen el porrón y practiquen.

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