Diario de León
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Cuando el primer rayo de sol irrumpe en la playa de la Malvarrosa, de las costanas de los Oteros ya emerge ese verde machacón que contagia la paz de las avutardas; el ocre de su pluma, el blanco del costado, las alas largas como la línea del horizonte. La estepa que acomoda el sur leonés a la planicie tiene un ave de referencia. Así se adentra el visitante en el hábitat de estos inquilinos esteparios. Verde de espiga lechosa, verde de grano; verde del mar de las cebadas que surca la otis tarda, verde azul de abril, que alumbra los apareamiento, y la llamada fiel y puntual del reloj de la reproducción. La avutarda exhibe el cortejo sin reparos, con esa puesta en escena tan peculiar que se postula para ilustrar los mejores momentos naturales en los documentales de la televisión. Lo llamaron la rueda a ese sentido trascendente de los machos, tendentes a enrollar su propio cuerpo,, mientras donde había un ejemplar de avutarda emerge un crisol, y en la postura deja corta cualquier medida con el pavoneo. Oculta la cabeza y ahueca las plumas, y así camina , como una bola de hormonas, irresistible al harén,

Las avutardas son el ave más grande que habita la península; y adopta aptitudes gregarias, que permiten ver rebaños en los parajes que ocupan para alimentarse, anidar o sacar a delante a los polluelos. La especie se incluye dentro de las nidífugas, de las pueden acompañaren camada a la madre al momento de romper el huevo y abrir un nuevo historial en el registro del censo de este ave.

Imágenes captadas este misma semana a la puerta de los Oteros y en parajes próximos del sur de la provincia de León, donde los ocres de la capa de las avutardas motean el verde insultante del abril de las estepa cerealista leonesa. La avutarda, el ave más grande entre las que pueblan la península, es referencia de cabecera en este hábitat particular.

Ave tarda, , ave lenta, que da nombre a una de las zonas de especial protección para la especie que tiene la provincia leonesa.

Los grupos de machos y hembras no acostumbran a mezclarse fuera del periodo de cría; aunque a finales de otoño resulta más probable encontrar grupos más amplios, con bandadas que multiplican de forma exponencial el ritual que acompasa sus movimientos; el paso de parsimonia y la velocidad de su carrera, capaz de romper los límites de sus principales de depredadores; una avutarda adulta pone la aguja del cuenta kilómetros a cincuenta por hora.

Ave de la estepa, deja huellas de dinosaurio, galopa con trote de cebra, vuela con el tacto de las mariposas y la contundencia de las águilas reales. Surca el mar del cereal de los Oteros como un velero con motor de fuera borda; a 80 kilómetros por hora, mientras simula vuelos rasantes sobre el suelo de cultivos que le sustenta; el pasto de las crucíferas, dientes de león, uvas y granos de cereal; insectos en verano, y dieta herbívora invernal. No hay llanura en Europa ni en el sur de Asia que no disponga de una colonia de avutardas, que tienen la disposición para localizar emplazamientos; aquella colina, donde otea una hembra; aquel carrizal, donde levanta el vuelo una manada; el alcor que protege a los polluelos; las lomas, que dan vista a la brisa de la siesta.

Cuando el sol se esconde por las islas Cíes, en las costanas de los Oteros apagan la luz de las avutardas, y empiezan a soñar con la primavera, mientras los tractores sacan el brillo a la tierra.

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