Diario de León

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León

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Una canción nacional cubana muy popular dice que la isla «parece un caimán dormido». Trato de entenderlo, sin mucho éxito, sobre un mapa, mientras espero en la estación de autobuses de Santa Clara a que abran las puertas de la guagua en la que viajo hacia el centro sur de Cuba. «¿Va usted a la Ciudad de Piedra?», me pregunta, muy poético y uniformado, un empleado de la compañía. «Voy a Trinidad», le respondo. «Tanto da, que da lo mismo. Suba», me ordena amablemente, con el esbozo de una leve sonrisa. Le hago caso, naturalmente. Ya acomodado y en marcha, se acerca: «Cien kilómetros. Unas dos horas». La verdad es que era la primera vez que oía lo de la Ciudad de Piedra, que después constaté como plástica verdad. Había focalizado la atención y el conocimiento en su reclamo como «La joya colonial de Cuba». La ciudad colonial mejor conservada, dicen, entre otras razones porque vivió aislada hasta la mitad del pasado siglo. Ambas referencias sirven para singularizar a esta ciudad única y hermosa, a la que tantos otros piropos podrían añadirse. Dicen, y no seré yo quien lo afirme o desmienta, que es la ciudad más hermosa del país.

Llego a media mañana. Desde la terracita de la casa particular en que me hospedo contemplo parte de la ciudad, ardiendo el laberinto de los tejados de tejas criollas, suavizado el calor en el interior y en los jardines con plantas tradicionales. Las montañas que circundan la ciudad se convierten en un escenario natural hermoso y protector. Camino a Trinidad es título de novela hispanoamericana. Empiezo a caminar en Trinidad, tipiquísima y esencial ciudad colonial con casas de una planta llenas de color, amplitud de puertas y hermosa rejería. Y el pavimento, en buen estado de conservación, adoquinado que aquí llaman «china pelona» y aceras de ladrillo y de bremesa. Toda esta singularidad la dibuja aún hoy como una ciudad –Patrimonio Cultural de la Humanidad— detenida en el tiempo. Si una ciudad ha de ser caminada, paseada, es esta, que tampoco tiene otras alternativas, a pesar de que circulen algunas bicis o bicitaxis o galope de vez en cuando algún caballo. Todo es aquí sorprendente, o así me resulta. Encontrará el viajero en el camino tiendas y mercadillos –artesanía y cerámicas, lencería y tejidos en fibra—, galerías de arte y museos –Romántico, Arqueológico, de Historia Municipal, de los Bandidos—, bares y restaurantes –Taberna «La Botija» me resultó gratificante— que ofrecen fundamentalmente platos de la sabrosa gastronomía criolla. Metidos en harina de este costal, tomar un café en el clásico «Don Pepe» es una experiencia de elecciones y sabores, no digamos una canchánchara, la popular bebida de los mambises antes de la batalla, en la taberna que tomó su nombre. No se preocupe, que el casco histórico es un pañuelo, bien bordado pero pañuelo, con placitas umbrías para el descanso o la convivencia con el silencio. La única preocupación es recorrerla a primera hora, o con la puesta del sol, por el calor o por la previsible avalancha de turistas. Menos transitada, con tiempo y ganas sobre todo, es conveniente, creo, salir del casco histórico, para sentir el tacto intenso y cercano de la vida, humilde y tranquila: este eje vital propio gira en torno al Parque Céspedes, el centro real de Trinidad, con el Ayuntamiento presidiéndolo. En una esquina, la sencillita parroquia de San Francisco de Paula…Ya en la periferia, a este viajero le llamaron la atención las ruinas, o el olvido de otra iglesia, la de Santa Ana. Y durante todo el trayecto, los que pasean con su jaulita de pájaros, atentos a sus movimientos y sus trinos. Si el viajero se atiene solo a lo destacado de las guías, pierde una gran oportunidad. Esta ciudad es, sobre todo, descubrimiento personal. Bueno, esta y todas. O casi todas.

Regreso al casco histórico. Sin palabras. La Plaza Mayor, con un jardín muy cuidado y las palmeras como complemento natural y elegante, es el corazón de la contemplación de la Ciudad de Piedra. ¿Cuántas Ciudades de Piedra se individualizan con este nombre en el mundo? Sepa que, si quiere contemplar esta en su conjunto, además de campanarios y otras alturas semejantes, a espaldas de la plaza se levanta el cerro «La Cueva», con buenas vistas. Buenas vistas de gran valor arquitectónico alrededor de la plaza, cada casa con su propia historia. Como la de los Iznaga, de alto poder económico basado en la industria azucarera, que, a la llegada de los americanos con intención de destruir la ciudad y crear una nueva, compró buena parte del centro histórico para poder legarlo íntegro a las futuras generaciones, dando un gran ejemplo de responsabilidad y sentido histórico. Hablando de plazas, y a manera de inciso, recuerdo que no debe perderse –es imposible la pérdida— la Plazuela de las Tres Cruces, de recordatorio religioso en Semana Santa. En la Plazoleta del Jigüe, donde el árbol, como tantas veces, parece elemento sagrado y fundacional, se recuerda que «Fray Bartolomé de las Casas [fue] co-fundador de la ciudad –el verdadero fundador, Diego Velázquez de Cuéllar— y uno de los grandes creadores del ethos americano». Según afirma la tradición oral, aquí se celebró la primera misa de la fundación de la villa, levantado el altar bajo un frondoso árbol. A principios de 1514. La llamaron, con una clara alusión religiosa, como ocurre en otras ciudades del entorno, Villa de la Santísima Trinidad. En Trinidad la dejó el tiempo.

Hecha esta breve anotación histórica, de nuevo en la Plaza Mayor, núcleo central a partir del cual se desarrolló la villa, desde cuya parte baja se observa con mayor nitidez el conjunto, en el que cobra protagonismo la iglesia de la Santísima Trinidad, como no podía ser de otra forma la advocación, la iglesia más grande de la isla, conforme a ese gusto tan americano de lo superlativo. Neoclásica, con retablos neogóticos y capillas laterales, la pieza más venerada es el Cristo de la Vera Cruz. Encomendada pastoralmente a dos dominicos españoles, burgalés uno, asturiano el segundo, tuve la suerte de compartir café y larga conversación con ellos en su residencia, convertida, además, en elocuente salvaguarda de buena parte de los entresijos de la ciudad. A la hora de pegar la hebra, lo hice bien con el que bauticé, con su venia y consentimiento, como «El Caballero Trinitario», seguramente por el recordatorio de cierto paralelismo con «El Caballero de París» que no era de París, que hoy La Habana recuerda en bronce. El de Trinidad camina cada día lentamente las calles, impecablemente trajeado, elegante usuario de sombrero. Por la tarde goza, sentado bajo cualquier sombra, fumando un puro ritual, en cuyo humo «se simboliza la vida», me dice. Algún día, estoy seguro, una estatua recordará al personaje popular José Luis García, un hombre típico y entrañable con el que hablé de las cosas de la vida, que él contempla con la serenidad del ambiente que respira. [Curiosidad: la Plaza Mayor es el lugar donde Hernán Cortés y su tropa acamparon para reparar fuerzas antes de partir hacia la conquista de México].

Al lado de la iglesia, prácticamente adosada a ella, la Escalera de la Música –siempre la música, anote la Casa de la Trova—, viva y en directo cuando se inicia la noche. Un espacio sensual y divertido al que puede añadir una cerveza o algún plato como cena, mientras escucha, participa o siente. Que así fue mi experiencia durante los tres días que respiré este aire que se llena de luz en cada momento. Si tiene tiempo o interés, un día de tranquilidad para gozar de esta joya colonial cubana. Otro, al menos, para algún destino cercano pero interesante: Playa Ancón, el recorrido en tren de antaño por el Valle de los Ingenios, gran reserva azucarera en otros tiempos, el Gran Parque Topes de Collantes con el Salto de Caburní, Parque Cubano, Cueva del Elefante Blanco…

Piénselo, mientras la soledad de la trompeta en la escalera musical y trinitaria ilumina la noche cálida. En todos los sentidos cálida. El viaje abre muchos caminos a las sensaciones.

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