Diario de León

Deja que la noche te abrase la memoria

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León

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JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ

La constancia es una de las virtudes de Luis Miguel Rabanal. Año tras año nos ofrece sus poemas con un tesón que nos hace ver encarnada en su persona la ecuación de vida y poesía. Su recorrido poético comienza en 1977 con Variaciones y termina, por ahora, con esta nueva entrega, Que llueva siempre. Por el medio, Cuaderno de junio (1984), Cáncer de invierno (1998) o A la que falta (2013), por citar algunos de los veintidós poemarios que reunió en Este cuento se ha acabado (2015); pero el cuento no había concluido porque en 2017 aparecieron Los poemas de Horacio E. Cluck y en 2018 el poemario Matar el tiempo.

Hoy toca detenerse, sin embargo, en el libro recién publicado, Que llueva siempre, al que precede una cita de su fiel compañera, MJ Romero, poeta también, que traza la imagen del deterioro de los «huesos porosos, como estrellas de mar resecas sobre un mes de julio sin lluvias»; por oposición, el poeta Rabanal reclama Que llueva siempre, una lluvia, según entendemos, engendradora y vital, a pesar del tono sombrío del poemario, que empieza y termina con sendos poemas de despedida, Un hombre que dice adiós y Como una despedida. El primero es impresionante: describe, por así decir, la parábola del hombre postrado y abrumado tanto por la soledad existencial como porque nada alivia la pena: «Es el personaje que tose desde su silla / ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío». En uno y en otro nos habla de la «profunda mala suerte», de la «nefasta mala suerte». No es melancolía lo que siente el lector, sino pesadumbre y congoja. Tres partes posee el poemario, y la primera se cierra con otra despedida, Un hombre que dice (otra vez) adiós: el que habla es de nuevo el hombre postrado, «tendido en su jergón», con el cuerpo enfermo. El cuerpo es, como se ve, una presencia significativa, sin eludir los aspectos materiales de la devastación. Las diversas curas es acaso el poema de mayor patetismo: el dolor, los posibles remedios, aunque «nada ya podrá con tu cuerpo de manos disecadas / y tronchadas piernas». Al cuerpo va unido el recuerdo de otros cuerpos amados, gozados, recordados, «sueños repetidos que maltratan sin piedad tu rostro».

Me gustaría hablar de la memoria, una memoria rural, por así decir, un retorno en el tiempo y en el espacio, a la niñez y adolescencia en Olleir —anagrama de Riello, pueblo natal del poeta—. Al igual que Celama o Macondo en narrativa, la poesía de Rabanal ha ido bosquejando un territorio mítico, con una toponimia menor que fija los recuerdos: Ceide, la Tejera, los montes de la Cerra y de la Otrera, Valdaldón, Montecorral, Valdeluna..., y con toda una serie de elementos, mitos y escenas rurales, como los ñuberos, las tenadas, la casa vieja...

Todavía es memoria se titula la segunda parte del poemario; y en ella, Escrito en Olleir, poema de honda tristeza, un ejercicio de la memoria, la cual «es herida sutil». Pero, como ya indicamos, ni ese universo personal atenúa el dolor; ni el amor, con la reaparición de otro mito personal, Obdulia, que originó el poemario Palabras para Obdulia (1985) y que hoy es memoria «fracturada». Es la tercera parte de Que llueva siempre, sin embargo, la más despiadada. «Deja que la noche te abrase la memoria», escribe; pero no es una memoria complaciente, y de los momentos más dolorosos de la vida brotan poemas turbadores como Gritar en verano. Los sueños raros se titula esta tercera parte; raros y rotos.

Mucho más cabría decir del poemario. Finalicemos diciendo que los poemas de Que llueva siempre evitan el yo y usan la segunda o la tercera persona, acaso para objetivar en lo posible los contenidos. En todo caso, la sensación que nos gana es de abatimiento, un sentimiento de congoja, de aguda tristeza.

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