Diario de León

Memorias vividas (Capítulo 2)

Descubrir la escasez

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

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Antonio Díaz Carro
León

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Resulta imposible rememorar la niñez sin descansar el recuerdo sobre los juegos de entonces. Los señores Reyes Magos eran, en aquellos tiempos, bastante parcos. Quizá algún cochecito o un rudimentario tambor, un pequeño tren de madera, una comba, un yoyó o una muñeca para las niñas… Siempre, unos dichosos calcetines y poco más. Todo muy tasado, dependiendo de la situación familiar. Ya entonces abundaban las amenazas del carbón para los niños malos, aunque no llegaba a muchos hogares.

Un 6 de enero, no recuerdo el año, se levantó una tribuna con una estantería repleta de juguetes delante de la iglesia parroquial. Las autoridades, presididas por el señor alcalde, jefe local del Movimiento, iban nombrando a los pequeños para subir al estrado y recibir como obsequio uno de los juguetes expuestos.

Mis ojos de niño se habían clavado en una preciosa tartana de hojalata y esperaba impaciente el sonido de mi nombre para ir veloz a recogerla. No me llamaron y la decepción fue tan grande que aún hoy la recuerdo. Ya de regreso, en casa me explicaron que aquellos juguetes eran sólo para los niños pobres. Y así fue cómo descubrí el significado de la palabra pobreza. Hasta entonces, todos los chicos me habían parecido iguales. No apreciaba diferencias entre unos y otros más allá de su aspecto. Unos rubios, otros morenos, altos, bajos, la mayoría con mocos… Ninguno gordo, eso sí.

Descubrir la escasez, la carencia de medios para vivir, hizo que empezara a fijarme en detalles antes desapercibidos, como la ropa. Eran muchos los que vestían pantalones rotos, deshilachados o con remiendos. Yo tuve la suerte de tener una madre modista y que los míos parecieran casi impecables. Entonces era habitual llevarlos abiertos por la costura trasera, incluso se vendían así para que los chiquillos pudieran agacharse en medio de la calle y hacer sus necesidades sin tener que bajarlos.

El ambiente bélico nos era familiar. Muchos de nuestros abuelos habían estado en Cuba y Filipinas, Nuestros padres en la Guerra Civil y Algún antecesor en el desastre de Annual

Recuerdo perfectamente cómo las gallinas asediaban a una niña pequeña, que vivía próxima a mi casa, porque cuando hacía caca en la calle, enseñaba literalmente el culo y las gallinas, que andaban sueltas, iban tras ella a picotazo limpio hasta que alguna persona mayor acudía en su auxilio. Prolapso llaman a esta dolencia.

Volviendo a los juguetes, la realidad es que no necesitábamos gran cosa. Jugábamos mucho más con los trastos que fabricábamos nosotros mismos: espadas, arcos, flechas que hacíamos con las varillas de viejos paraguas, pelotas de trapo… No sé quién se encargaba de marcar los tiempos, pero en el momento preciso aparecían peonzas, trompos en sus distintas versiones. Luego llegaban los cromos también con diferentes variantes. El tacón de zapato, el juego de las pitas o canicas que conseguíamos de los tapones de las botellas de gaseosa, a piola, las carreras ciclistas que simulábamos pintando en las aceras unas estrechas carreteras por las que impulsábamos las rosconeras. Previamente había que fabricarlas con tapas de frascos y gaseosas, añadiendo un poco de plomo para que pesaran, la estampa de un ciclista famoso, cristal y algo de masilla.

Las rodillas estaban en permanente contacto con el suelo, motivo por el que las abnegadas madres nos hacían pasar las de Caín, al intentar sacar a toda costa la carbonilla incrustada en la piel y dejar las piernas limpias en la medida de lo posible.

Cuando hacía mal tiempo, jugábamos en casa con las figuras de cartón de ‘Flechas y Pelayos’ y otros recortables. También con tanques que fabricábamos con los carretes de hilo y camionetillas con las cajas de cerillas. Leíamos cuentos de El Guerrero del Antifaz, una especie de templario con una cruz negra en el peto, un Santiago redivivo que siempre derrotaba a los sarracenos; Roberto Alcázar y Pedrín, un aventurero y su simpático ayudante, que andaban por el mundo enderezando entuertos.

Y también algunos juegos peligrosos. Una tarde lluviosa, en el cuartel de la Guardia Civil, cercano a casa, jugaba con los hijos de un guardia y un cabo –luego corresponsal de este periódico– entre los trastos del desván, junto a una tronera. A primera hora del día del siguiente, voló por los aires. Había estallado una bomba de mano olvidada, posiblemente activada por un roedor. ¡Vaya usted a saber!

Las niñas más modosas jugaban a la comba, al yoyó y al cascayo, también llamado rayuela. Dibujaban en el suelo unos cuadros por los que discurría, empujada por el pie, una piedra plana. Y, por supuesto, las muñecas, desde las mas humildes de trapo, hasta la célebre Mariquita Pérez, con sus variados vestidos, sólo accesible para jovencitas de familias muy acomodadas; su precio pasaba de las 100 pesetas, hoy una insignificancia –menos de un euro–, pero entonces era, más o menos, la paga mensual de un obrero.

Entre los muchachos, el juego preferido era, sin lugar a dudas, la guerra, las batallas, bien entre barrios, bien entre pandillas… Cualquier forma era óptima, porque lo importante era pelear. Unas veces con piedras, otras con palos o a ladrillazo limpio. Naturalmente, el ambiente bélico nos era familiar. Muchos de nuestros abuelos habían estado en los conflictos de Cuba y Filipinas. Nuestros padres en la Guerra Civil recién terminada. Algún antecesor en la de África (el desastre de Annual, el desembarco de Alhucemas). Estábamos inmersos en las noticias que nos llegaban de la II Guerra Mundial (la batalla de Stalingrado, la heroica División Azul). Y todavía más cercana, la espinosa cuestión de los maquis, que aquí se decían ‘los huidos al monte’.

Durante un tiempo y por este motivo estuvo destinada aquí una pequeña unidad, no sé si pelotón o escuadra de tropas de los denominados Regulares, integrados por personal indígena (moros). Los chicos algo mayores les llevaban menta o yerbabuena para el té; ellos, a cambio, ofrecían terrones de azúcar blanca. En alguna ocasión también se acomodó en la zona un escuadrón de caballería.

Acostumbrábamos a escuchar detrás de las puertas y atender a comentarios que nos hacían llegar noticias asombrosas. Así conocimos la historia de un cura de un pueblo cercano, al que mataron cuando estaba oficiando la misa mayor de un domingo en su parroquia, en venganza por haber denunciado a uno de sus colaboradores.

Recuerdo haber visto pasar, hacia una aldea próxima, un importante contingente de tropas, tras haber detectado una cuadrilla que se decía al mando del ya célebre Girón.

Tiempos muy duros, en los que grupos armados pretendían alargar la Guerra Civil mientras que las fuerzas del orden intentaban erradicar el bandolerismo. El conflicto duró hasta el año 1952.

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