Diario de León
Publicado por
Luis-Salvador López. Herrero Médico y Psicoanalista
León

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Cuando el Sr. Fukuyama anunciaba, en 1992, el comienzo de una nueva era en la que un hombre, con traje de marca neoliberal, vendría a capitanear el flamante mundo, la moda de la globalización y el ideal de progreso se encargarían de llevar tal ropaje por todos los rincones del planeta.

Pero la realidad es tozuda a la hora de quebrar nuestras ilusiones y el siglo XXI no deja de brindarnos sorpresas. No sólo la «crisis económica» se ha convertido en el estado normal de la civilización, sino que también al árbol del progreso no deja de brotarle enanos. Así que nada se ha cumplido. Ni las guerras se han calmado, ni los emigrantes cesan en su empeño, ni mucho menos el hambre deja de exterminar a multitud de seres, bajo la mirada oblicua de Occidente. Tampoco los sistemas dictatoriales y los gobiernos con pastiche democrático, que merman las libertades, han dejado de proliferar por todo el mundo. Y por si no fuera poco, los niveles de tráfico, esclavitud y explotación sexual femenina e infantil, adquieren a los ojos, de quien lo quiera ver, un ritmo francamente escalofriante.

En fin, nada nuevo pero que conviene recordar a la luz de este fenómeno insólito, jamás padecido en Occidente desde la segunda guerra mundial. Por primera vez no hay creyente en el progreso humano que no se vea atemorizado ante la nueva epidemia viral, de consecuencias supuestamente catastróficas. Sin embargo, hay un hecho que merece destacar. A pesar de las reticencias y tibiezas iniciales a la hora de adoptar medidas de control de la pandemia, entre otras cuestiones, por falta de liderazgo y asesoramiento adecuado, al final los hechos imponen su ley más allá de las ideologías del momento. Así, el régimen de libertades que gozaba el ciudadano occidental, se ha convertido en una ola progresiva de aislamiento generalizado, no sólo para los vivos, sino también para moribundos y fallecidos que, por primera vez en nuestra corta historia, han sido velados «in absentia o in effigie». Ante el temor al contagio el protocolo avala la incineración de cadáveres sin más presencia que el funcionamiento ejemplar de las máquinas. Digno ritual fúnebre de una época que ensalza el valor de la tecnología como el nuevo Dios. Lo cual no deja de ser todo un gran experimento en la hipermodernidad mientras el ciudadano padece en sus carnes las limitaciones del progreso en toda su crudeza.

Por primera vez no hay creyente en el progreso humano que no se vea atemorizado ante la nueva epidemia viral, de consecuencias supuestamente catastróficas

Cuando escribo estas líneas estamos en los primeros días del estado de alerta decretado, pero es de suponer que el confinamiento va a durar más tiempo del esperado, y esto no será sin consecuencias, de todo tipo, puesto que el «hombre democrático occidental» no está acostumbrado a estar quieto, recluido en espacios reducidos que tensan las relaciones familiares tanto como el encuentro con la propia subjetividad. En este sentido, no sólo aflorarán los miedos más ancestrales a la enfermedad a través de la presencia del otro, sino también la aparición de la angustia ante la incertidumbre personal, familiar, social o laboral. Y todo ello sostenido bajo un control policial que exige reclusión forzada, amparándose en el yugo del castigo. Porque como ya hemos podido comprobar, la ley refuerza la supuesta solidaridad bajo la tenaza del miedo.

Nunca antes, insisto, se había vivido una situación así, y es de esperar que afloren multitud de estudios acerca del insólito confinamiento. Muchos lo habían podido ver en films; otros en lecturas de cuentos o novelas que aludían a situaciones límite de supervivencia, planetas defenestrados por zombis o ciudades eclipsadas por guerras biológicas o nucleares. Y algo de esto se respira ahora, aunque en muy pequeña intensidad, mientras se hace ejercicio, se lee, se cambia de canal o a través de mensajes y wasaps chistosos. Pero lo peor está por venir y todo el mundo lo siente en la piel. Luego conviene estar preparados, en un estado de alerta serena, para que las emociones más ancestrales (el pánico, la cólera o la angustia desmedida), no cieguen la conciencia.

De momento la gente está tranquila, solidaria y resguardada en sus casas, siguiendo el guión esperado y manteniéndose atenta a los medios, ajena a cualquier otra dolencia física o preocupación que no sea la del virus de moda. Y, afortunadamente, no parece que la calma se deje enturbiar por el espectro de enfermos y fallecidos que colorean exponencialmente las estadísticas. Pero aún es pronto para dilucidar la magnitud psíquica de la contienda y sus consecuencias.

Ahora bien, ¿qué estarán pensando en este momento todos esos hombres y mujeres acostumbrados a sufrir las penurias más inimaginables por nosotros? Por un instante, esta situación nos hermana y deberíamos sacar consecuencias. No sólo para cambiar nuestras actitudes hacia ellos o modificar nuestras creencias y comportamientos, sino para hacer de la solidaridad humana algo más que un puro slogan o un desenfadado gesto «prêt a porter».

Y, aunque no tengo demasiada confianza porque el ser humano no aprende de sus errores, puesto que no desea saber, su soberbia se lo impide, es una buena oportunidad para hacer la contra a esa idea tan obsoleta acerca del progreso material, reivindicando el factor humano. Quizá sea esto lo que convendría rescatar de nuestro enclaustramiento. Buena fortuna.

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