Diario de León
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León

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El viajero no puede dejar de tener en cuenta los lugares señalados por la historia en un momento determinado de su evolución. A veces son como una marca sobre la que gravita el peso del mundo. Algo parecido le ocurre al menos a este, que recuerda los vetos o bendiciones impuestos desde sus propias circunstancias, que tanto mandan y condicionan, aunque la realidad resulta después ajena a este tipo de consideraciones. Es como un temblor, una inquietud. Estoy a punto de entrar en la Plaza Roja de Moscú. Antes, el Kilómetro Cero de la capital, de donde partían todos los caminos que recorrían la inmensidad rusa. Afirma una tradición que, como en tantos otros lugares, tirando una moneda se asegura uno el regreso a esta tierra de asombros. Lo hago, por supuesto, a pesar de que no soy amigo de supersticiones y otras gaitas de semejante ralea. Unos espabiladillos aprovechan este encendimiento sentimental para hacer algún dinerillo.

Entro. Sin palabras. Contemplación de un conjunto suntuoso, una delicia arquitectónica, llena de vida, que se convierte, sin duda, en síntesis de buena parte de la historia de Rusia. A pesar del gentío, rompe mi silencio, como tantas veces, Tatiana Lobànova: «No se llama roja por el color simbólico del comunismo. Mira que tenéis manías. Kràsnaia quiere decir hermosa. Kràsnaia Plóshad. Es la plaza hermosa, la más bella de la ciudad». Antigua plaza del mercado, siempre ha sido considerada centro del poder político y religioso del país, con tantas festividades, manifestaciones diversas y desfiles marciales. La más importante, algunos llegan a afirmar que del mundo. Eso parecen palabras mayores en las que, por supuestísimo, ni entro ni salgo. Lo que sí es cierto, casi como no puede ser de otra forma, es que está a orillas del río Moscova, arteria de la ciudad, desarrollada en torno a esta plaza y el Kremlin, al que iremos en otra ocasión.

Contemple y déjese llevar. Este espacio rectangular de quinientos m por ciento cincuenta da mucho de sí. Seguramente volverá de nuevo, posiblemente para una vista nocturna. Y tome sus propias notas. El llamado edificio de ladrillo rojo alberga uno de los más de dos centenares de museos de Moscú. Se trata en este caso del Museo de la Historia, con salas estupendas, especialmente para mi gusto aquellas dedicadas al período imperial. Muy cerca, la catedral de Kazan, con una desgraciada curiosidad histórica impuesta desde el poder. Los políticos, más en circunstancias como estas, también lo ejercen sobre el Patrimonio, despiadadamente en ocasiones. Considerada una de las más importantes de la capital rusa, fue reconstruida, al parecer con notabilísima precisión, en 1993, después de que Stalin ordenase destruirla: no quería iglesias en la plaza a fin de dejar más espacio y dar mayor solemnidad a los desfiles militares.

Menos mal que la piqueta ideológica y real no llegó, en el otro extremo, a la catedral de San Basilio, una de las imágenes icónicas de Moscú y una verdadera joyita arquitectónica, un placer visual por las formas y el colorido. Seguramente será uno de los recuerdos que el viajero guardará atrapado en la retina. Hoy museo de carácter religioso, fue mandada construir por Iván el Terrible y finalizada en la segunda mitad del siglo XVI. Cada una de sus nueve cúpulas de colores y bulbosas pertenecen a una capilla interior, con hermosos frescos e iconos, dedicadas a cada santo en cuya festividad había ganado una batalla el zar Iván. El mismo que, asombrado de la belleza de la catedral una vez finalizada, y según cuenta le leyenda, dejó ciego al arquitecto de la maravilla para que nunca se construyera otra de semejante o superior belleza. Nada de extraño tiene el sobrenombre con el que la historia lo ha registrado. Anote, de cualquier forma, frente a la catedral, el Lobnoe Mesto, una plataforma circular desde la cual se anunciaban los decretos o el zar hacía declaraciones públicas.

Siguiendo la vista de espaldas a la entrada elegida, nos quedan, en esencia, los dos lados largos del rectángulo. A la derecha, la pirámide de cubos donde está momificado Lenin. El gran mausoleo. «Un dios necesita una tumba pomposa». Aunque él quería ser enterrado en San Petersburgo, Stalin prefirió conservarlo ante las masas que peregrinaban hasta su tumba. En su parte posterior, los restos de grandes hombres de la era soviética —el propio Stalin, Brézhnev, Andrópov…— y personalidades rusas como el astronauta Gagàrin o el escritor Gorki. Detrás, en el edificio rematado por una cúpula, las dependencias en que trabaja actualmente el presidente ruso. Verá igualmente, siguiendo esta línea, la emblemática torre del carrillón, lugar de grandes acontecimientos, como son las campanadas que anuncian el nuevo año.

En el lado opuesto, los famosos almacenes GUM, un gran centro comercial construido a finales del siglo XIX, hoy símbolo del nuevo capitalismo y de las clases pudientes. Contemple la arquitectura interior. Una cafetería, además, permite magníficas vistas de la plaza. Quizá sea el momento de probar uno de los postres preferidos de los soviéticos, el helado.

Salí de la plaza en esta ocasión por el lado opuesto a la entrada, hasta el impresionante edificio de la universidad de Moscú, uno de los edificios de la época de Stalin conocidos como las Siete Hermanas. Recorrer templos, plazas y monumentos es recorrer la historia convulsa y dramática del país. Pienso, al lado mismo de la Colina de los Gorriones, en Tolstói (1828-1910), que vivió en esta ciudad y fue un buen analista de su época, que, con el tiempo, ha sufrido un profundo cambio que se observa entre el Moscú clásico y el moderno, financiero. Aunque hay buena cerveza nacional, prefiero, con mucha moderación, tomar algo más fuerte: vodka, la bebida nacional que ofrece numerosas variedades y sabores. La larga acumulación de la memoria había concretado hoy algunos de sus tramos, oscurecidos por las nieblas de las intolerancias y los mitos. Me notaba eufórico. Disfrútelo.

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