Diario de León
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León

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Arde el verano en la recta final mientras me consumo en las salas de espera. Uno nunca recupera el tiempo que pasa esperando. Ni lo recuerda. Esperar es derramar la vida, dejar que corra del grifo al desagüe. Una mujer se me acerca y me pregunta si escucho ese ruido. Presto atención y levanto la vista, como si en vez de por el oído me fuera a llegar por los ojos, pero no oigo nada. Solo veo cómo pasan las horas bajo la luz eléctrica de los hospitales. También en el parque, en una ocasión, un niño le decía a su madre que le gustaba el sonido de las cigarras. La madre, vez de corregirle, reforzaba esa idea, decía que sí, que es un sonido hermoso. Hasta entonces me había parecido un grito de terror, una llamada grotesca de auxilio: el deseo de reproducción es el reverso del miedo que provoca la finitud de la vida. Las cigarras cantan y a los pocos días desaparecen. Algo parecido ocurre cuando escribimos. Escribir es intentar contener con las manos el agua que dejamos correr en el lavabo, detener el tiempo. Un oficio de lo más inútil. Sin embargo hay a quien le gusta el sonido. Es domingo. Los niños cazan con sus cazamariposas cigarras y las guardan en cajas de zapatos o en en terrarios de metacrilato, como si sirviera para algo, como si no fueran a encontrar a los pocos días, en lugar del sonido, los armazones de sus cuerpos vacíos. Una mañana te levantas y ya no se oye nada en el parque. Termina el verano. Cada vez que eso sucede estamos un poco más muertos. Nos separamos de nosotros mismos. El tiempo no solo nos aleja de nuestra memoria, también la desgasta, la decolora. Vivir es ir olvidado todo lo que deberíamos recordar: la tabla periódica, los ríos de España, la tercera declinación y el primer polvo. Por no hablar de todos nuestros sueños. Conocí a una chica que escribía en un diario cada mañana. Apuntaba qué había soñado esa noche. Una vez me lo leyó y me gustaron todas sus pesadillas. Tenía una letra pequeña y clara y los ojos negros. Olvidé sus sueños y recuerdo su letra. La memoria es el drama, y el paso del tiempo, su coartada. «No escucho nada», dije a la señora. Se sintió decepcionada. Pero era cierto. Igual que cuando desaparecen las cigarras. Termina el verano. Se detiene el tiempo. Seguimos esperando y escribiendo.

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