Diario de León

La guerra de Aznar al descubierto

Fernando Rueda reconstruye la historia de los agentes del CNI asesinados en Irak

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álvaro soto

El espionaje español quedará marcado para siempre por el trágico otoño de 2003 en Irak. En menos de dos meses, ocho agentes del CNI murieron asesinados en un país que había pasado de admirar a los españoles a convertirlos en enemigos tras el apoyo del Gobierno de Aznar a la invasión liderada por George W. Bush. El escritor Fernando Rueda reconstruye el episodio completo en su nueva novela, Destrucción masiva (Roca Editorial), la historia de «ocho hombres buenos y muchos malos». El martes presenta el libro, a las 20.00 horas, en el Salón de los Reyes del Ayuntamiento de San Marcelo.

Antes de la guerra, los españoles eran «amigos de Irak», pero todo cambió cuando el presidente en 2003, José María Aznar, decidió unirse a Estados Unidos y Reino Unido para abrir una grieta en la posición europea, en una aventura bélica que tenía como trasfondo el control sobre el petróleo, dice Rueda, autor de 16 libros de no ficción sobre espionaje, como La Casa, Yo confieso o El dosier del rey. Con esta decisión, los agentes españoles quedaron expuestos y el primero en caer fue José Antonio Bernal, de 33 años, sargento primero del Ejército del Aire adscrito al CNI y agregado a la Embajada española en Bagdad. Bernal era un espía «que no tenían la CIA ni el MI6». «Su compañero Zanón lo llamaba ‘el máquina’, lo sabía todo sobre Irak, pero se convirtió en un agente de campo en una zona hostil y comenzó a sufrir amenazas», cuenta Rueda. Volvió a España. «Pero estaba de vacaciones en Gijón y lo hicieron volver a Irak. Cuando se lo comunican, él se cabrea, pero es un tipo leal y no se lo piensa. Regresa y encuentra la muerte. El CNI no se portó bien con él», lamenta Rueda.

El asesinato de Bernal puso sobre aviso al cuartel general del espionaje español, que había enviado a Irak a varios de sus mejores agentes para acompañar a las tropas españolas desplegadas por Aznar. Dos semanas después del asesinato de Bernal, el entonces director de Inteligencia del CNI, Miguel Sánchez, viaja a Irak para entrevistar sobre el terreno a los agentes destinados en el país y preguntarles qué necesitaban. Allí se encuentra con Luis Ignacio Zanón, Carlos Baró, Alberto Martínez y Alfonso Vega, un equipo en el que los hombres de acción se complementan con los pegados al terreno. Tipos duros y tipos románticos. James ‘Bonds’ y George ‘Smileys’. Hablan de escoltas, coches blindados, armas largas...

La novela de Fernando Rueda es un ‘true crime’, pero también una crónica política de unos meses convulsos en los que Aznar quería recibir desde Irak los datos que justificasen su apoyo a la coalición atacante.

Los reportes

Aquellos espías trabajan sin descanso en condiciones de extremo peligro y consiguen información valiosa, pero nada que demuestre que el régimen de Sadam poseía armas de destrucción masiva. «Bernal y Martínez envían continuos reportes que indican que Irak no tiene armas de destrucción masiva, pero Aznar les ignoró. ‘Necesitamos más pruebas’, les dicen continuamente. Pero al no encontrarlas, el presidente prefiere los informes erróneos de la CIA y el MI6, que sí dicen que tienen armas de destrucción masiva. Los espías españoles alucinan de que no les hagan caso y sienten frustración, pero son profesionales y saben que otros manejan componentes políticos. Y ahí Aznar lo había dejado claro cuando dijo en el rancho de Bush, con los pies encima de la mesa, que estaba cambiando la historia de España de los últimos 200 años».

29 de noviembre de 2003. Zanón, Baró, Martínez y Vega, a los que les quedaba un mes en Irak, hacían de cicerones de José Ramón Merino, José Lucas Egea, José Carlos Rodríguez y José Manuel Sánchez, los espías que iban a sustituirlos, en un viaje desde Diwaniya, sede de la Brigada Plus Ultra, a Bagdad para visitar la Autoridad Provisional de la Coalición. En la ida, se hicieron una foto de recuerdo. A la vuelta, ocurre el infierno. Tras atravesar Mahmudiya, a 30 kilómetros al sur de la capital iraquí, sufren una emboscada en Latifiya. «Les pillan desprevenidos. Desde un coche les tirotean y como no van en vehículos blindados, en la primera embestida mueren dos y dos quedan heridos», rememora Rueda. Baró, que se pone al mando de los supervivientes, Merino, Zanón y Sánchez, los que han salido ilesos del ataque, pelean con sus pistolas frente a la turba. «No sólo es que los atacantes fueran más, es que estaban infinitamente mejor armados», asegura el autor. En esos minutos, no consiguen establecer comunicación con la base española, aunque sí con la sede central del CNI, pero en el momento de dar sus coordenadas, la llamada se corta. Baró manda a Sánchez a buscar ayuda y no la consigue, pero él salva la vida gracias a la intervención providencial de un clérigo local que le besa y le rescata de la muchedumbre. Los demás acaban cayendo ante el fuego enemigo.

Tras la investigación, el CNI culpó, sin pruebas, al traductor de Martínez, Flayeh Al Mayali, profesor de español en la universidad de Bagdad, de haber delatado a los agentes.

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