Diario de León

LOS HEREDEROS DE LA GENERACIÓN SACRIFICADA

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

Antonio Día Carro con su esposa, Clara Rueda Laguna, y todos sus nietos. En la otra fotografía, la portada del periódico Proa, entonces llamado ya La Hora Leonesa, en un kiosco de Astorga con la noticia de la muerte de Franco.

Antonio Día Carro con su esposa, Clara Rueda Laguna, y todos sus nietos. En la otra fotografía, la portada del periódico Proa, entonces llamado ya La Hora Leonesa, en un kiosco de Astorga con la noticia de la muerte de Franco.

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Andábamos por los dorados años 60 cuando empezaron a llegar los hijos. En aquella época era frecuente alcanzar la familia numerosa. Cuatro hijos conformaban la primera categoría y seis la de segunda, lo que deparaba algún descuento en el precio de estudios y viajes. En las empresas era obligatorio destinar un porcentaje de la nómina total –al menos el 20%– para pagar el plus familiar, a través de un complejo sistema de cómputo de puntos que asignaban según la situación de cada familia.

Por otra parte, estaban instaurados los premios de natalidad –de ámbito provincial y nacional– al matrimonio con mayor número de hijos, que consistían en cierta cantidad de dinero. Creo recordar que el nacional alcanzó el récord de 22 hijos. Franco, de propia mano, entregó a los cónyuges las llaves de una vivienda adecuada a sus muchas necesidades. 

Con la poca o mucha ayuda familiar que teníamos, sacábamos la prole adelante y procurábamos darle la mejor formación posible para afrontar el futuro. Para ello, intentábamos matricularles en los colegios que departían mejor enseñanza y, ya entonces, completarla con clases particulares cuando era menester. También actividades deportivas, como defensa personal, ballet, gimnasia rítmica, tenis, esquí (entonces era un deporte muy selectivo)… Les ofrecíamos todo lo que nosotros no habíamos tenido, ni siquiera soñado, en nuestra infancia. Recuerdo que, en cuanto tuve ocasión, mis hijos varones recibieron como regalo de reyes el tren eléctrico que yo siempre había añorado. Y, por cierto, no le hicieron mucho caso…

En generaciones anteriores, el sitial de la casa era ocupado por padres y abuelos. En la nuestra, lo pasaron a llenar los niños. Les cedimos el protagonismo, todo lo mejor era para ellos. No sé si los educamos bien o mal, otros lo juzgarán, pues considero que ser padre es el oficio más difícil del mundo y ser madre todavía más.

Los hijos traían un pan debajo del brazo –se decía– y, en cierto modo, era verdad, pues nuestra situación mejoraba progresivamente. Compramos nuevos coches, siempre el nuevo mejor que el anterior; teníamos calefacción en las casas y empezó a popularizarse el uso de electrodomésticos como frigoríficos, lavadoras, lavaplatos, que mejoraban sustancialmente la calidad de vida.

Nuestra generación estaba acostumbrada a muchas renuncias y privaciones, pero siempre mantuvo una actitud positiva: mirábamos más hacia adelante que a las miserias de atrás. Recibimos de nuestros mayores una importante herencia, una gran cartera de valores. La honestidad, la perseverancia, el respeto, la prudencia, el sentido de la responsabilidad, el amor al terruño, el orgullo por la historia, la nuestra, plagada de hechos asombrosos.

En definitiva, avanzamos en la vida teniendo siempre presente un gran legado que nos inculcó que había más obligaciones que derechos. Con este bagaje, afrontamos no solo la crianza de nuestros hijos, sino también una progresión social generalizada. Todos empujando: obreros, agricultores, empleados, profesionales, amas de casa, empresarios que, en algunos casos, hicieron de la nada grandes empresas. Y, entre todos, conseguimos con esfuerzo y tesón, trabajando duro y ahorrando mucho, sacar a España de la ignorancia, la pobreza y el oscurantismo, para colocarla entre las 10 economías más importantes del mundo.

Esta etapa de bienestar se vio de súbito alterada por la noticia de la enfermedad y el fallecimiento del jefe del Estado. «Franco ha muerto», anunció con voz trémula el presidente del Gobierno en la televisión y toda la prensa al día siguiente con ediciones especiales. No faltaron celebraciones con champán, pero lo cierto es que se creó un estado general de incertidumbre que e prolongó durante varias semanas, siempre con el fantasma de la Guerra Civil de trasfondo. Afortunadamente, poco a poco, los temores se disiparon a medida que se daban pasos firmes para alcanzar la transición al nuevo régimen, que venía con el aura de la democracia. Se había empezado a cumplir la premonición de Ángel Ganivet en su ‘Idearium Español’, publicado en 1987: «Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo inmutable y se pongan inánimes a trabajar en la obra que a todos interesa, entonces podrá decirse que ha empezado un nuevo periodo histórico».

Se habían restaurado «las energías nacionales» y alcanzamos cierta tranquilidad, relativa, pues siempre aparecía, más cerca o más lejos, la cruenta amenaza del terrorismo.

Un buen susto sufrimos el 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Tejero asaltó el Congreso y el General Milans del Bosch sacó los carros de combate en Valencia, con la intención de dar un golpe de estado. Nuevamente aparecieron los fantasmas bélicos del ayer, hasta que el rey consiguió controlar la difícil situación.

Superadas estas tribulaciones, instalados nuevamente en la estabilidad, iniciamos el siglo XXI con esperanza, llegando hasta aquí: Año 20, bisiesto, que comenzó con la pandemia llegada de China y trae consigo nuevos padecimientos: reclusión en los domicilios, una especie de arresto domiciliario permanente y revisable. El sufrimiento y la constante angustia por el miedo a ser ingresados, el pánico a ser preteridos, el temor a que nuestros hijos pierdan sus empleos o sus negocios y el recelo a que recorten nuestras pensiones. Contando, día a día, el número de contagiados y fallecidos. Dicen, a modo de consuelo, que sólo mueren los mayores que tienen patologías asociadas. ¡Dígame usted qué persona con 80 años no tiene otras patologías!

Los niños de la República, los niños de la guerra, los niños del hambre, como se nos quiera denominar, hemos sido una generación sufrida, laboriosa, paciente y resignada. Ahora, en el ocaso de nuestras vidas, escuchamos con demasiada frecuencia: «Son ustedes muy mayores, tienen ya muchos años». Perdón, pero no es cierto. «Nos quedan pocos años» y deseamos vivirlos con paz y tranquilidad, con el cariño de nuestros hijos, el respeto, la consideración y, sobre todo, el amor de nuestros nietos.

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