Diario de León

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León

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El viajero que visita México se dará cuenta rápidamente de la presencia de uno de los iconos más representativos de la cultura del país americano, cuyo origen viene del descontento popular respecto a las clases más privilegiadas. Se trata de la catrina –entenderá la diferencia con la calaca—, cuyo padre fue el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913), consciente, según sus propias palabras, de que «la muerte es democrática, ya que a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera». El impulso definitivo a la idea lo dio seguramente Diego Rivera con el mural La Calavera Garbancera, que se puede contemplar en Aguascalientes. Desde entonces la catrina y sus variantes, por llamarlas de alguna manera, han sido y son presencia permanente no solo en el arte, sino, y sobre todo, en el sentir popular. El culto a los muertos y sus manifestaciones mexicanas podríamos decir que forman parte de la particular idiosincrasia del país.

Esta advertencia inicial sirve de contexto para la visita de hoy prevista en la capital del estado de Jalisco, Guadalajara. Como no podía hacer la visita nocturna, que, al parecer, es cuando suben los decibelios de la respiración, me limité a la primera hora posible de la mañana. Se trata del Cementerio, Panteón de Belén, cerrado en octubre de 1896 por saturación, situado en uno de los barrios más antiguos. No muy cuidado aún, lleva un tiempo en proceso de recuperación –algunas zonas fueron demolidas por diversas circunstancias—, dado el interés que este tipo de establecimientos despierta últimamente. Turismo funerario. Utilizado por el viejo Hospital Civil de la ciudad en los primeros años de su fundación a finales del siglo XVIII –golpeada la capital por sequía, desempleo, hambre y enfermedades—, los cementerios existentes no eran suficientes. Pequeño y cuadrado, tuvo dos patios: el primero, para la clase pudiente; el segundo, para el vulgo. Allí estuvo la Capilla de los leprosos, que suponía una esperanza de vida, y, muy cerca, la Capilla de la Vejación, bajo la cual eran enterrados personajes destacados de la vida política, económica y religiosa, que fueron trasladados en 1947 a la Rotonda de los Hombres Ilustres, cerca de la catedral.

El Panteón de Belén, cuya puesta en valor se inició en 1994, quedó convertido en un espectacular libro de historia, en un verdadero museo y en un auténtico vivero de leyendas, alimentadas por el paso del tiempo y la imaginación popular, que se fortalece en estos asuntos que no dejan de crecer y se intensifica durante las noches de visita, con auténticas anécdotas de miedo y pánico. Hasta dónde sea verdad lo que se cuenta es otra historia. En todos los sentidos el visitante parece sentirse protagonista de un viaje en el tiempo. Tumbas sencillas, mausoleos impresionantes y de bella factura, en algunos de los cuales se pueden ver las características lloronas (plañideras), rejería dispar e histórica, vidrieras… Y los nichos/gavetas, la zona más cuidada, en dos brazos en forma de L y porticados, con doble columna y capiteles decorados. Rápidamente llama la atención la presencia de velas, flores, objetos personales… en algunos puntos con nombre propios de este pequeño camposanto. Por citar un solo ejemplo de esta zona cubierta, aún acuden hoy estudiantes de medicina a rezar ante el nicho del médico José C. Castro, que murió en 1861. «A mí me ayudó este año para superar tres materias», afirma contundente un joven estudiante, cobrizo, de pelo abundante y negro y bigote ralo. Dicen que escuchar es una virtud.

Las leyendas crecen aquí como la enredadera. Para todos los gustos y colores: amores y amoríos, enterramientos vivos, marineros, apuestas, conductas ejemplares, bandidos, tesoros, falsas tumbas, ladrones… Pregunte por la más antigua, El árbol del vampiro, de cuya tumba, bajo un enorme y frondoso árbol, algún día «saldrá libre el vampiro para atacar de nuevo, en cuanto se oculte el sol». Ya sabe a qué hora no debe andar por allí, por si acaso. Hablando de árboles, uno cercano, de tronco generoso, fue el elegido para ahorcarse por un enfermo del hospital, cuya silueta aparece todas las noches desde entonces. Pero la más conocida y popular es la leyenda de Nachito, un niño que murió en 1882 y cuya tumba está inundada de juguetes y regalos que han de retirarse con frecuencia. Esta idea partió, al parecer, de una mujer considerada bruja. Eso sí, que a nadie se le ocurra llevar ningún regalo de los depositados. Lourdes Quezada, que conoce todas las leyendas y fantasmagorías del Panteón, la cuenta así: «La espera de los nueve meses con alegría se vio opacada por la tristeza de sus padres al darse cuenta de que su pequeño, al que llamaron Ignacio, tenía una rara enfermedad para la que los médicos no encontraban respuesta: el niño no soportaba los cuartos oscuros y cerrados, y lloraba y lloraba. Dormía en su cuarto con las luces encendidas y las ventanas abiertas, sin muebles ni otros objetos que hicieran bulto. Sus padres, angustiados por la inquietud del pequeño, recurrieron a brujos para encontrar solución, pero todo fue en vano. Cuando cumplía su primer año falleció, dejando a sus padres con infinito dolor. Lo velaron y sepultaron en el Panteón de Belén. Poca gente acudió al entierro, por tratarse de un angelito. Al día siguiente el velador vio con ojos atónitos que habían desenterrado el ataúd y procedió a enterrarlo nuevamente, volviéndose a presentar el fenómeno durante los siguientes diez días. Entonces el velador dio aviso a los padres y ellos a su vez informaron de la enfermedad del pequeño Nachito a las autoridades para solicitar un permiso para construir un ataúd de piedra y poderlo dejar sobre la superficie de la lápida y no volviera a tener miedo de la oscuridad».

Cambié totalmente de escenario al salir del Panteón. De la naturaleza muerta a la viva. La Barranca es la joya natural de Guadalajara. Se trata de un cañón y espacio natural protegido en el área metropolitana, con una profundidad de unos 600 m. También conocida como La Barranca de Huentitán –aquí se libraron, entre otras muchas y en diversas épocas, batallas entre los indios de Huentitán y los españoles—, puede ser su recorrido, o parte, un aliciente para los amantes de estos espacios. De cualquier forma, el acceso a sus diversas plataformas ofrecen una idea de esta naturaleza con todo su poderío, diverso y rico. Había quedado después con la familia Estévez-Mauriz, bercianos entrañables, que me invitaron a comer en el Santo Coyote, un lugar delicioso y mágico lleno de arte y de excelente gastronomía mexicana. Me devuelve a aquella realidad el recuerdo de un solo de trompeta cuando salíamos. Estoy convencido de que el viaje es música también.

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