Diario de León

LOGRAR TRATAMIENTO DE DON

Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda

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Tras la niñez, llegaba una adolescencia que comenzaba entonces a los 10 años, con el inicio del Bachillerato. Los muchachos que seguían en la escuela pasaban al segundo ciclo que, al principio, se extendía hasta los 12 años y más tarde se prolongó hasta los 14.

Los estudios de Bachiller se hacían en institutos o en colegios de monjas y frailes, si existían en tu ciudad o la familia tenía medios para internar a sus pupilos. Los que no estaban en este grupo debían prepararse en academias y pasar los exámenes por ‘enseñanza libre’ en el Instituto correspondiente. En la provincia de León no había más de tres.

El Bachillerato se estructuraba en siete cursos. Los primeros, con ocho asignaturas y los superiores, con once. Matemáticas, religión y dibujo se impartían en todos los cursos y se alternaban con el estudio de lenguas vivas (francés e inglés) y muertas (latín y griego). Lengua y literatura, geografía, física y química y algo de filosofía las restantes.

Los exámenes de fin de curso eran traumáticos. Se celebraban en el Instituto de la demarcación correspondiente; en nuestro caso, en la capital del Bierzo. La mayoría era de carácter oral y todos en un solo día. Así pues, tras las pruebas de once asignaturas, más educación física y formación del Espíritu Nacional, quedábamos exhaustos.

Resulta curioso que, ya entonces, algún texto de religión se refería al sempiterno litigio generacional: «Da pena, grima y encocora ver la juventud de nuestros días…». ¿Qué opinión tendrían de la de hoy en día?

En la enseñanza de matemáticas (cálculo, álgebra, logaritmos neperianos…) tenía fama de ‘hueso’ el catedrático Sr. Matos, al que años más tarde tuve el honor de presentar en una conferencia impartida en una sala de cine local.

El latín era para nosotros un tanto familiar, pues ayudábamos en misa como monaguillos y era común el uso de esta lengua: Dominus vobiscum, Et cum spiritu tuo. Obligatorio era declinar correctamente el rosa rosae, porque en latín se declina todo. Nos divertían mucho ciertos latinajos, como mater tua mala burra est (tu madre come manzanas podridas) y otros más procaces.

En dibujo, alternábamos el lineal y el artístico. Recuerdo con cierto estupor la anécdota a la que siempre me he referido como ‘la vaca de Fuentes’. En un examen de 7º curso nos pusieron como modelo la lámina de una vaca holandesa. Puse todo el empeño en la ejecución de mi dibujo mientras el compañero Fuentes me pedía reiteradamente que hiciera el suyo. Así que, al terminar, cedí a su insistencia y se lo hice deprisa y corriendo y a mano suelta. Como resultado final, yo obtuve un simple aprobado y la vaca del amigo Fuentes mereció un notable. Fue la única vez, en mi dilatada vida estudiantil, que cometí irregularidades en un examen.

El Bachiller comenzaba con un examen de ingreso que consistía en un dictado y una larga operación de división, con la famosa prueba del nueve para certificar que el resultado era correcto. Y terminaba con la Reválida oficial y pomposamente llamada ‘Examen de Estado’, que realizaban para nuestro temor y respeto reputados catedráticos y profesores de la Universidad de Oviedo en la capital leonesa. Consistían en una parte escrita, un ejercicio de redacción sobre un determinado tema (a mi grupo le tocó ‘Barco sin viento no puede llegar a ningún puerto’) y otro de traducción de un texto latino, por regla general, de la ‘Guerra de las Galias’, de Julio César o alguno de Cicerón; y otra parte oral de las restantes materias que nos obligaba a pasar de mesa en mesa por todos y cada uno de los profesores que integraban el Tribunal. Para conocer la nota final, acudíamos a altas horas de la noche a la redacción del diario Proa, que publicaba la lista íntegra al día siguiente.

Se decía entonces que este título, además de ser la puerta de entrada a la Universidad, te habilitaba para usar el tratamiento de don, para seguidamente añadir con retintín que ‘Don sin Din, patatas en latín’. Quevedo lo resumía con una frase más contundente: «Don sin Din, cojones en latín». O sea, nada de nada.

En aquel tiempo, los compañeros de escuela que habían concluido la segunda etapa de sus estudios con magnífica formación, así como los que se habían apeado en marcha del Bachiller, empezaban a trabajar en lo que se podía: oficinas bancarias, talleres mecánicos, comercio, taxis… Se consideraba un éxito importante acceder a grandes empresas como La Minero y Endesa, tanto que te miraban por encima del hombro, con aires de superioridad. Cobraban un buen sueldo mientras que los estudiantes andábamos sin un duro (cinco pesetas).

Los universitarios éramos pocos y nos repartíamos por varios centros del país, a pesar de que nuestro distrito era Oviedo. La mayoría iba a Madrid, quizás atraídos por el imán de la Universidad Central, la Complutense. Las carreras más demandadas en aquella época eran Medicina, Derecho, Magisterio, Veterinaria y Facultativo de Minas. Estas últimas podían hacerse en León. Los muchachos de Minas eran merecedores de todo el respeto por el esfuerzo que realizaban, ya que, durante la semana, trabajaban en la mina en diferentes puestos y los sábados y domingos iban a la Escuela de Minas de la capital, así que durante los años de carrera sólo podían disfrutar de alguna que otra sesión de cine los domingos y a nadie extrañaba que terminaran la sesión vencidos por un plácido sueño.

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