Diario de León

LA OREJA QUE ESCUCHABA A LOS ESCLAVOS

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León

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Caminar la isla de Sicilia provoca sentimientos encontrados en el viajero. Desde la luz esplendorosa y marina que ilumina la atmósfera insular hasta una extraña melancolía que evoca el pasado de sus testimonios o sus ruinas. Entre la decadencia, la belleza y la ilusión, sensaciones que se acentúan o mitigan en una alternancia imprevista. Se fortalecen ahora espíritu y sentimientos cuando, en la fachada sur que da al mar Jónico, el viajero llega a una de las joyas de la isla, a la ciudad griega más importante de Sicilia, Siracusa, «la más noble y bella de entre las ciudades griegas», según apreciación de Tito Livio, razón, sin duda, para que hoy sea considerada Patrimonio de la Humanidad, donde se visualiza la historia de varias culturas, superposición que en il Duomo es clara evidencia. Patria, entre otros, de Arquímedes o Teócrito, a uno le vence en estos momentos el peso sentimental, puesto que también lo es de Santa Lucía, patrona de la ciudad. Moteado prácticamente todo el núcleo urbano por permanentes testimonios históricos y artísticos, el callejeo se convierte aquí en actitud inevitable y seguramente enriquecedora. Sería imperdonable en ese caminar, dentro de la reconocida gastronomía del lugar y de la isla –Sicilia es gastronomía, afirman con frecuencia-, no probar su pasta o la pizza, con el acompañamiento saludable de un vasito de vino, que en estos lares sicilianos tienen carta de naturaleza, consistencia y variedad. Qué les voy a decir.

Ortigia, el islote originario y fundacional por donde hemos caminado en otra ocasión, al quedar pequeño hizo posible la extensión de la ciudad en otras direcciones. La nueva, Neápolis, es hoy un gran Parque Arqueológico con unos 240 000 metros cuadrados. Esta es la visita obligada, por distintiva, de la ciudad, que el viajero interesado puede complementar en el Museo Arqueológico, considerado uno de los más importantes del mundo en su categoría.

Hay que caminar la Neápolis con tranquilidad y sosiego. Los descubrimientos e intereses personales pueden colmar todas las expectativas, teniendo en cuenta siempre, dentro de lo posible, el elemento mitológico que anida en el espacio. «En un sistema politeísta, como el griego –las palabras son de Carlos García Gual-, es muy importante la relación mutua, incluyendo la jerarquía, entre los diversos dioses de la amplia familia olímpica».

En este amplio abanico de posibilidades, el viajero anotó algunos puntos que interpreta como relevantes, a sabiendas de la relatividad o riesgo que ello supone. El viaje es también un riesgo, feliz en cualquier caso.

La Gran Cantera del Paraíso. De las canteras o latomías era de donde se extraía la piedra calcárea utilizada en la antigüedad. En esta en concreto se encuentra la famosa Oreja de Dionisio, sin duda uno de los espacios más visitados en el parque. Se trata de una gruta artificial que tiene forma de pabellón auditivo, razón de tal bautismo –Oreja de Dionisio-, nombre dado por el mismísimo Caravaggio. Abundan las leyendas, como no podía ser de otra forma. La más socorrida habla de que aquí encerraba el dictador a los trabajadores castigados y que él venía de noche a escuchar lo que decían, dada, además, su excelente acústica (me dicen que, en realidad, se llamó la Gruta del Sonido). Habría que añadir, con ánimo de dar mayor visibilidad al contexto, y volviendo a utilizar palabras de García Gual, que Dionisio, hijo de Zeus y de la mortal Sémele, «reúne muy extraordinarios poderes. Es el dios del entusiasmo y la embriaguez, del vino y del teatro, de las máscaras y la fiesta orgiástica. Le acompaña un cortejo de sátiros y bacantes o ménades, que bailan al son de panderos y címbalos. Se le representa en época tardía viajando en un carro tirado por panteras en compañía de su amada, la bella Ariadna».

Mientras busco una nueva referencia, me pregunto de qué hubiese sido capaz el tal Dionisio en caso de que los esclavos hablasen mal de él. No quiero ni imaginarlo. Me distrae de cavilaciones encontrarme frente al Ara de Gerón, lo que queda del que dicen fuera el altar más grande del mundo. En él se hacían los sacrificios de bueyes que la ciudad ofrendaba a Zeus Eleuterino.

Excavado en la roca de una colina, el majestuoso Teatro Griego. Dicen que es el segundo más grande y mejor conservado, después de Epidauro. No me gusta entrar en categorizaciones de índole tan habitual y socorrida –el más alto, más grande…-, siempre relativas. Las sensaciones provocadas en Epidauro fueron de alta tensión en el ánimo del viajero. Anótelo. Por si acaso. No olvide, en el caso que nos ocupa que, encima del teatro, está la que llaman Calle de los Sepulcros, una serie de cuevas que servían de enterramiento. Y queda por señalar, en fin, el Anfiteatro. Literatura y cine se han encargado de permitirnos visualizar lo que ocurría en este y otros espacios similares: batallas navales, gladiadores, animales salvajes, carreras de caballos…, aunque en Siracusa se abandonó pronto la lucha con la llegada del cristianismo. Los españoles tuvieron, por otra parte, buena parte de culpa de la pérdida de la grandeza de este anfiteatro. Intente averiguar por qué.

Aquellas sensaciones encontradas a las que me refería al iniciar hoy el camino han acentuado la luz siciliana en esta ciudad mágica, Siracusa, posiblemente única.

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