Diario de León
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León

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Vuelve el amarillo a Lillo y sus parajes. El rojo y los ocres. A sus bosques y senderos, a las arboledas y los pastos. Se oscurecen los verdes y el reino del lirio se sumerge en el otoño. Imponen los Mampodres, que se alzan entre las brumas de la mañana y las nieblas de la tarde, recorre el sol los valles hasta ponerse por detrás del Susarón. No hay lugar donde no sobrecoja el paisaje. Es el poder de la naturaleza.

Es territorio antiguo Lillo, hecho a medias entre la tierra y los hombres. De los lirios que crecen en sus campos le viene la mitad del nombre. La otra mitad, de una larga historia. Un rey le otorgó la carta puebla hacia el año 1200 y con ese privilegio se construyó la primera parte del topónimo. Luego, otras construcciones de piedra y pizarra le dieron esplendor en el medievo. Y tal vez para competir con la naturaleza, los señores feudales mandaron levantar un torreón de vigilancia, para dominar la tierra que riega el Silván.

De esa torre de rotundos muros parte una de las cuatro rutas en las que perderse sin pérdida. Para tomar aire en estos tiempos del virus. Y después, también.

Basta seguir las señales del camino para adentrarse en un paisaje de tejos centenarios. Es el monte de La Cervatina, al que se llega atravesando collados y praderíos, cruzando vegas regadas por arroyos, lugares de santo recuerdo en el que se erige una ermita y bosques de acebo, roble albar y hayas que dan refugio a los corzos y hogar a los herrerillos.

A un paso de ahí arranca otra ruta. De la plaza de Redipollos sale la que lleva al Mampodre, el macizo que disputa al cielo las vistas desde sus seis cimas que dejan la tierra dos mil metros abajo. Y aunque la senda no suba, asciende y baja hasta Maraña por el camino que, cuentan, guió desde siempre el amor del mocerío y que de antiguo terminó emparentando ambos lados. Los prados dejan paso a los robledales, y estos a los pinos hasta la atalaya desde donde se divisa el Susarón, y luego continúa a la vera de un torrente y por una quebrada hasta llegar a la majada que da prueba de que esta es tierra de esforzados trashumantes, ida y vuelta por colladas y fondos de valle, un desfiladero, una vega, prados y choperas hasta que quedan atrás los Mampodres y el cielo que sobrevuelan los buitres y el gavilán, y los bosques donde anidan el pico picapinos, el pito real, el torcecuellos y el trepador azul se aclaran hasta que todo se hace abierto otra vez.

La calle principal de Solle se convierte en pista y ahí comienza otro viaje, este a Las Biescas, en suave ascenso por vegas y prados, rodeando peñas, entrando en viejos caminos de carros hasta un espeso bosque de avellanos. Luego, desde el collado de Orones se divisa a la vez el valle y el Mampodre y con esa vista empieza el descenso entre un poblado bosque de avellanos, vadeando el arroyo de la Yosa hasta volver de nuevo a Solle.

Un poco más larga es la ruta que parte de Cofiñal por un camino de carros hasta Entrevados y el Valle de Pinzón, que llega al Isoba y las cascadas de los Forfogones, por el hayedo y un repecho hasta el collado Pinzón y de ahí de nuevo a Isoba y su río, al pozo de la Leña con sus rápidos y sus saltos de agua hasta un bosque mixto donde crecen abedules, hayas, robles y acebos en donde nace la fuente de la Jerumbrosa.

Cuatro rutas que no tienen pérdida. Señalizadas y con guías en Puebla de Lillo, en la Casa del Parque.

Lillo y sus paisajes de otoño. El lugar en el que es posible a la vez huir y encontrar refugio.

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