Diario de León

Pinilla, de inundarse a paraíso de bienestar

«Que viene el agua, que viene el agua». Aquel grito de advertencia, al que seguía una rápida maniobra para ‘salvar’ los muebles antes de que la riada entrara en tromba embarrando las casas de Pinilla es hoy un eco del pasado. Se cumplen 30 años de las últimas inundaciones de un barrio obrero que hoy aspira a convertirse en el Villages español

León

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Vine a Pinilla con 36 años desde Mansilla de las Mulas porque no quería estar en el pueblo, no había porvenir. Llegamos sin trabajo y sin casi pertenencias, pero con la suerte de que un amigo pudo poner a nombre de mi marido una de las nuevas casitas que se sorteaban. Modesto se colocó de temporero en la Azucarera Santa Elvira y en las gaseosas de La Corredera en verano. No teníamos lujos en una vivienda de 65 metros cuadrados con el suelo de tierra, sin vallas, agua caliente ni calefacción, pero aunque el barrio estaba muy en precario había mucha solidaridad entre los vecinos. Vivimos una vida tranquila y de subsistencia a veces, ¡pero mira ahora! Todos quieren una casa con jardín como ésta», asegura con orgullo Matilde Antunez Lagar.

A punto de cumplir 100 años, esta asturiana de Pola de Siero se siente «muy de Pinilla». De hecho, lleva en su ADN más de seis décadas de vivencias, mejoras y expansión de un barrio que marca su corazón y al que se siente muy unida. Aquella gran pradera sin comodidades que vieron sus ojos cuando llegó hace 64 años y que acogía la tercera fase, «la de los muertos de hambre», ironiza, emerge hoy cuajada de viviendas con una singular personalidad y un proyecto muy ambicioso para reconvertir el entorno en una mini-ciudad del bienestar para una jubilación dorada.

De hecho, Pinilla puede convertirse en una réplica de las famosas Villages del norte de Florida, el paraíso donde los mayores disfrutan de una atención sociosanitaria a medida, residen en viviendas inteligentes adaptadas a su edad y se desplazan en carritos de golf hasta una plaza de restaurantes, bares y actuaciones en vivo. La utopía se agarra a la mano de un plan para intervenir en un área de 938 viviendas degradadas, donde residen 1.485 vecinos.

Pinilla se construyó en seis fases. La primera con 36 casas-jardín. La segunda de 80 y tamaño más reducido. La tercera con viviendas de dos y tres plantas, junto con La Casona (1973), un rascacielos de trece alturas con 290 pisos símbolo de progreso que acogió a trabajadores del ferrocarril. La quinta ya en bloques con cuatro alturas y la sexta junto al paso a nivel. NORBERTO

La idea no es solo mejorar sus fachadas y darles un barniz moderno, sino aplicar un planteamiento urbanístico más profundo que llegue a facilitar la vida a las personas mayores al borrar de su vista las barreras arquitectónicas, además de aderezar el conglomerado de cemento con nuevos espacios verdes y crear un «cerebro» en la Casa de Cultura que canalice y gestione todas las ayudas que puedan necesitar, desde teleasistencia a comida, supervisión médica u ocio. Porque algo tan simple como rebajar aceras o sustituir una bañera por una ducha evita caídas al levantar unas piernas que se resisten.

Un sueño en color que contrasta con la vida en blanco y negro que inició Matilde. Ella bañaba en un balde y de uno a uno a sus cuatro hijos, se levantaba a las seis de la mañana para lograr 750 gramos de pan en la cola de la cartilla de racionamiento en El Crucero y se desplazaba a pie y a buen ritmo hasta la Catedral para conseguir la leche en polvo «de los americanos, que era gratuita». Si oía venir al cobrador de la luz o al de Santa Lucía, más de una vez tapaba a toda prisa las ventanas para simular que no había nadie dentro y librar durante otro par de semanas el recibo. Lo primero era comer, desde luego, y a pesar del pequeño tamaño de la vivienda la familia aprovechaba el desván a través de una minúscula trampilla para curar la matanza al frío y con fuego. Cuando hoy se habla de dos millones de euros para obras en la zona, Matilde evoca las dificultades para terminar aquella casita entregada solo con techo y paredes. Fue una tarea de paciencia y ahorros. «Hoy un azulejo, mañana una pintura, pasado una puerta...». Sobre todo, tras el accidente de su esposo que le sesgó cuatro dedos de una mano en 1971. Modesto nunca volvió a trabajar y le quedó una pensión de 5.500 pesetas. Así que sus hijos mayores empezaron a trabajar a los 14 años en una imprenta para poder aportar sus escasos sueldos a la economía familiar e incluso dos de ellos intentaron hacer fortuna en Suiza, lo que supuso dejar a los nietos a cargo de los abuelos.

Capítulo aparte merecen las famosas inundaciones. «En cuanto oíamos que viene el agua, que viene el agua, despertábamos a los niños, subíamos los muebles que podíamos encima de sillas y ladrillos y colocábamos sacos de arena en los desagües y el váter para evitar que se desbordara el agua del colector. ¡Cuántas veces nos inundamos a lo grande y entraba el agua por la ventana, que está a un metro!. Las gallinas, el cerdo, los conejos que tenía detrás salían nadando. A veces colocábamos un jergón en la cocina para dormir los seis y otras íbamos a casa de algún amigo hasta que secaba un poco», recuerda.

El colegio de huérfanos mineros, ubicado donde hoy se erige la residencia de ancianos, sirvió como refugio a las familias cuando el nivel de agua era especialmente fuerte y las casas estaban impracticables. Luego quedaba «quitar el barro y encender la cocina, fregar y barrer», señala. La verdad es que los desbordamientos del Canal del Carbosillo eran como el cine para los chavales, «un divertimento». Corrían, se mojaban y chillaban anunciando que ya venía el agua.

Cada invierno se repetía la misma película hasta finales de los ochenta en que el Ayuntamiento comenzó a encauzar la presa con 80 millones de las antiguas pesetas y el barrizal fue quedando en el olvido, junto con los avisos desde la sexta fase a las siguientes de que «viene el aguaaa». La última inundación en 1991 cumple tres décadas.

El desbordamiento del Canal del Carbosillo cada invierno anegaba Pinilla. Las familias se avisaban al grito de «que viene el agua», despertaban a sus hijos y levantaban los muebles sobre ladrillos, pero a veces la riada entraba por las ventanas. Las familias se alojaban en casas de amigos hasta que el nivel bajaba o en el colegio de huérfanos mineros. DL / NORBERTO

Se cumplen 20 años de la última inundación. El impulsor del barrio fue el gobernador Carlos Pinilla Touriño. DL En el proyecto de amabilizar el barrio, San Andrés del Rabanedo intentará dar a los mayores de Pinilla una «cuarta» edad cargada de esperanza, comodidades y servicios. Es verdad que no saldrán tanto a la calle en shorts como lo hacen en Florida y que tendrán que recurrir muchas veces a la bufanda, el clima es el clima, pero al igual que en The Villages la meta es que se sientan a gusto, atendidos y con las comodidades de un hotel en sus propias casas, esas que con tanto esfuerzo han ido acicalando a lo largo de los años, pero a las que queda un último empujón de modernidad, en muchos casos.

 

El artífice del proyecto es el arquitecto Óscar Miguel Ares, quien tras dos años de estudios con geógrafos, sociólogos y cámaras termográficas, está convencido de que este barrio puede convertirse en una «mini ciudad de bienestar y salud para los mayores». Una experiencia piloto para un modelo a exportar en una provincia y un país tremendamente envejecidos. Cuando la Junta contrató a su estudio en 2018 para rehabilitar esta zona marginal, en colaboración con el Ayuntamiento de San Andrés y el Ministerio de Fomento a través de un ARU de casi dos millones, se encontró con que, además del elevado índice de mayores de 65 años (el 45%) que residen en un conglomerado de casitas y edificios, el 94% de ellos deseaba continuar como Matilde en su vivienda a pesar de sus numerosas deficiencias (el 88% son propietarios). «Así que lo tenemos. Nadie quiere abandonar su casa aunque no pueda subir las escaleras en el caso de las que hicieron un sótano o añadieron pisos. El coste de rehabilitar 500 viviendas equivale a construir una residencia de 60 plazas, así que convirtamos zonas no funcionales en comunidades de mayores, aunemos esfuerzos para adaptar los hogares y hacerlos más accesibles, porque además no habrá plazas asistenciales para todos y pocos podrán pagar una residencia con pensiones medias de 985 euros frente a los 1.200 euros como mínimo que cuestan», indica.

Ampliar el ancho de las puertas a 82 centímetros para que pase una silla de ruedas, transformar las carboneras en espacios médicos, adaptar los baños, solucionar los problemas de movilidad horizontal y vertical con ascensores e intentar eliminar las humedades son propuestas que se combinarán con la creación de zonas peatonales y ajardinadas, bancos para descansar y placitas.

«Ahora es todo asfalto y baldosa y hay que mejorar el entorno y favorecer el encuentro de las personas», matiza. El proyecto, que permitirá transformar un barrio franquista en un lujo de barrio para los mayores, ya tiene camino ganado, porque en Pinilla existe la tradición de salir a la puerta a charlar, a relacionarse. «Nos juntábamos a tejer, a hablar, a varear los colchones. ¡Ay, lo que remendamos para aprovechar los calcetines...! Se vivía mucho en la calle y los niños estaban jugando cerca. La televisión se iba a ver a casa de Gelita, que era la única que tenía en la zona porque vinieron de Alemania. Claro, que la sorpresa grande la dio mi marido cuando apareció un día con una televisión que compró en Alcalde Miguel Castaño a un conocido de Mansilla», rememora.

Además de sentarse a ver los dos canales, Matilde se permitió alguna escapada al cine nuevo de El Crucero con dos pesetas y algún anís en casa de las amigas. «De Pinilla me gusta todo, tuvimos muy buenos vecinos y nunca reñimos con nadie». Es más, puertas y cancillas quedaban abiertas por la confianza de residir entre amigos, aunque «una vez estaba en el baño y se asomó por la ventana un extraño supongo que con la intención de robar. Los vecinos que vieron al intruso salieron corriendo detrás de él y no lo volvimos a ver. Todos nos ayudábamos». Un planteamiento de seguridad y comunidad que el nuevo proyecto quiere mimar.

Otra de las marcas del barrio son las vías. La primera guardesa, Ana Andrea Bailez, recordaba que controlaba el hoy extinto paso de los trenes por Pinilla con señales de candil y cadenas. No había barreras ni palos. Corría el año 1949, y los capataces, sobrestantes e interventores en ruta no soñaban que llegarían a automatizarse esos cruces peligrosos, cuya vigilancia se dejaba en manos, fundamentalmente, de mujeres. Bailez vivía al lado de los raíles, estaba pendiente de los dos correos, el exprés y los tres mercancías que cruzaban por delante de su vivienda cada día, mantenía limpios los contracarriles y observaba la carretera para que ningún apresurado se saltara su cierre, como los del campamento de Ferral o los procedentes del club nocturno El Siroco. La mayoría de los trenes que veía transportaban carbón y los fogoneros le arrojaban a su paso briquetas (ladrillos compactados del mineral) para que se pudiera calentar. «Yo vi pasar a Franco. Por la carretera que hay junto a mi casa (en la calle Sella) marchaban los tanques a Ferral con frecuencia», recuerda también Matilde.

Desde entonces, muchos cambios se han producido en un barrio de postguerra. Y es que entender Pinilla es comprender sus seis fases. Las primeras llaves se entregaron en 1947 impulsadas por el primer gobernador nombrado por el Caudillo, Carlos Pinilla Touriño, que había aterrizado terminada la Guerra Civil en una provincia empobrecida y con una altísima tasa de paro. Con todo el poder que le daba el nuevo régimen, apostó por construir viviendas populares, llamadas en la época «ultrabaratas» por medio de la Obra del Hogar Nacional Sindicalista. Para ello adquirió 300.000 m2 en la periferia de la ciudad para levantar 750 casas. Las tres primeras fases fueron de viviendas unifamiliares y fincas cada vez más pequeñas. La cuarta ya de bloques de tres alturas con diferentes medidas según se fuera más o menos afín al Sindicato Vertical. La quinta acogió a los desalojados de Riaño por el embalse con cuatro alturas y la sexta se situó junto al antiguo paso a nivel. León olvidó al hombre, pero no su nombre, que lleva todo el barrio y una glorieta.

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