Diario de León

Entrevista | Avelino Fierro

«Quiero pensar que la incertidumbre enriquece la mirada»

Ha convertido las cartas y los diarios en un nuevo género literario, porque sus dietarios y epístolas son una fusión de poesía, estética y fiesta postmoderna con los amigos.

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León

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Lo titula Estatuas de sal para recordar los meses de confinamiento durante los cuales todos nos quedamos detenidos, sin pasado ni futuro, en un tiempo al que nadie quiere regresar pero todos se empeñan en no dejar de observar.

—¿Qué se puede decir de alguien que no escribe whatsapp pero nos hace regresar al género literario epistolar?

—La escritura de estas cartas surgió de forma natural, provocada por el encierro y el distanciamiento que desencadenó la declaración de aquel primer «estado de alarma». Me parece una reacción tan evidente que no entiendo cómo no nos pusimos todos a ello, aunque se incrementarían sin duda otras maneras de relación amical, como hablar por teléfono o saludarse por skipe. Pero la escritura te lleva bastante más allá, ahondas con ello en el conocimiento de ti y de los demás.

«Hay que confiar en la memoria. Tenemos un hermoso cerebro al que hay que estrujar»

Como dicen unos versos de Donne, dirigidos a Sir Henry Notton: «Señor, más que besos, las cartas mezclan las almas, pues así hablan los amigos ausentes». Pedro Salinas en un libro esencial en esta materia, dice que la carta es el mejor sustituto de la relación física, una benévola alternativa que trata de paliar la distancia y el contacto corporal. Por otro lado, y creo que lamentablemente, no es cierto lo que dices del wasap. Estuve, sí, mucho tiempo con un móvil Bic, que servía sólo para llamadas y para enviar sms.

Pero desde hace meses tengo un telefonillo marca blanca de cuarenta y pico euros, que ya tiene esa aplicación. Me quiero consolar con que no tengo redes sociales; de momento sigo escapando a esas «técnicas de secuestro» de las que habla David Brooks. Y sigo oponiéndome a que mis amigos consulten a Google cuando no conseguimos recordar el título de una película o el nombre de un autor teatral. Hay que confiar en la memoria. Tenemos un hermoso cerebro al que hay que estrujar.

—¿Lo titula ‘Estatuas de sal’ porque todos los que aparecemos somos incapaces de dejar de mirar el pasado?

—El título lo eligió Christel, la editora de Franz. Son las últimas palabras del libro. Están en esa coda que publiqué en una revista digital, Epicuro, y que me solicitó un buen amigo y articulista de este mismo periódico, Antonio Manilla. Y quiero significar en esos párrafos algo distinto de lo que acabas de interpretar. Lo entenderás si hacemos una cita larga, en la que hablo precisamente de no aprovechar las lecciones o los errores del pasado. Te leo: «Y cuando todo esto acabe tampoco enderezaremos el paso […] Volveremos al presente, a este mundo lleno de escaparates con brillo, en los que pegaremos la nariz […] No escudriñaremos en nosotros mismos. No cambiaremos nuestra vida como nos pide Rilke en el verso final de su poema Torso arcaico de Apolo. Porque sentiremos miedo a quedarnos rezagados en esta carrera sin sentido. Ni siquiera miraremos hacia atrás, temerosos de convertirnos en estatuas de sal».

—Lo suyo no son cartas ni diarios, son poesía, pero mejor. Nunca me ha contado por qué admira tanto a Pla.

—¿Ni cartas ni diarios? Puede. ¿Mejor que la poesía? Ni hablar; no hay nada por encima de la escritura poética. Y ya me gustaría a mí llegar a ese estadio. Pero es cierto que algo de eso es lo que uno pretende, lo que uno va buscando. En esos días en que escribí estas cartas leía las de otro poeta, Gil de Biedma. Y las de Keats.

«Algunos siguen demostrándonos que estaban los primeros en la carrera de los más tontos»

Y algunos otros libros más, a Flaubert y a Cioran. Pienso siempre que, con suerte, algo de ellos se me pegará y se verá reflejado en mi escritura. Lo de Pla. Sin ser poeta tiene una mirada sobre las cosas, una adjetivación, unas descripciones de la niebla sobre el Canigó o de la luz de la luna sobre las verduras del huerto que pueden ponerse perfectamente en los renglones del verso. Su escritura era precisa y sensual.

Podía hacer —dijo Umbral— con la descripción de un guiso una obra maestra tan acabada como un bodegón de Cèzanne. Tienen un par de libros que titula Cartas de lejos y Cartas de Italia; si lees en estas el arranque de su entrada en Pisa, te maravillará. Yo leí el Cuaderno gris en el 89; y desde entonces quiero parecerme a él, pero sin boina.

—El mundo parece darte la razón porque el tiempo se ha detenido o se pliega sobre sí mismo. Volvemos con nostalgia a nosotros mismos, un lugar que abandonamos por el consumismo y las redes sociales y que ahora nos rescata de la playa de la incertidumbre.

—Alguien escribía hace unos días en un periódico que la única evidencia en estos días es la incertidumbre. También yo digo algo sobre eso cuando escribo en el libro que el futuro lo vemos como una madeja oscura, redonda, en la que no aparece el hilo para desenredarla.

Las rutinas del día a día, pero también las del funcionamiento de la economía o de la política convencional, están siendo zarandeadas. Algunos siguen demostrándonos que estaban los primeros en la carrera de los más tontos por algo; hablo, claro, de los políticos, que siguen enredados en las reyertas y el cortoplacismo. Yo, como te respondí al principio, soy pesimista, y sigo pensando en esa parte de nuestro cerebro poco racional y cargada de miedos, que no nos dejará avanzar ni sacar provecho de esta situación cuando todo amaine.

Pero también quiero pensar que la incertidumbre –esa especie de papel en blanco que tiene delante de sí el escritor en su tarea, y todos los ciudadanos cuando nos enfrentamos a cada nuevo día– puede servir para enriquecer nuestra mirada y nuestro pensamiento, llevarnos por caminos menos previsibles y trillados. Y para todo eso no ayuda nada, como tú dices, el mundillo de la Red. Eso no ayuda a pensar, ahí no hay más que banalidad. Todo es cosificación y actualidad más bien idiota.

En ella desaparece el tiempo, la reflexión y la memoria. Ya sabes que tuve hace unos meses mis minutos de gloria cuando Juan Cruz me entrevistó para El País. Y allí insistí con mi matraca: «Hay que leer para elevar el listón de la vida. Eso te asegura un viaje lejos de las adicciones que han hecho mediocre a la sociedad de la prisa». La literatura es para mí la mejor receta para estos días. Y la música, claro. Y otras manifestaciones de la cultura.

—¿Se retrata mejor a las personas con las cartas que les escribes que con las que ellas te escriben a ti? Y, al revés, ¿qué aprendes de ti mismo cuando los demás te escriben ?

—Tengo copiado aquí este párrafo de una biógrafa de Sylvia Plath, que citaba a su vez hace unos días Carlos Alcorta en un artículo sobre la literatura epistolar: «Las cartas son una de esas cosas que más fijan la experiencia. El tiempo erosiona los sentimientos. El tiempo crea indiferencia.

Las cartas nos demuestran lo que una vez nos importó. Son los fósiles de los sentimientos […] El biógrafo sólo tiene la sensación de que está en presencia de la persona, cuando lee sus cartas…». Yo no sé si he puesto con este libro mi corazón al desnudo o ese «tapiz colorido de una mente», que dice Jordi en su prólogo y que me parece una expresión muy hermosa. Es cierto que la iniciativa corrió casi siempre de mi parte. Luego fui archivando las que me dirigieron mis amigos, los destinatarios, esa otra parte del diálogo. Y hasta pensé en incluir algunas en el libro, completas o troceándolas. Se lo propuse a la editora y ahora ya no recuerdo por qué lo desechamos.

«El tiempo erosiona los sentimientos y las cartas nos demuestran lo que una vez nos importó»

La muerte sólo nos arrebata el presente, dices. Estoy de acuerdo con que el futuro no nos pertenece, pero el pasado es el sitio de mi recreo, allí sólo estoy yo, con mis olvidos y mi imaginación, que también soy yo. No sé dónde digo eso. Posiblemente tenga que ver con aquellas lecturas de marzo y abril. Abril, «el mes más cruel»; el día 19 murió mi padre.

Es una casualidad, pero por esas fechas leía –aparte de los libros que antes te nombré– las Meditaciones de Marco Aurelio, Mientras agonizo, de Faulkner y los Cuadernos de Cioran. De ahí vendrá. Eso que dices del «jardín de mi recreo» es bonito. ¿No es la letra de una canción de Antonio Vega? El pasado… El pasado es la infancia y poco más. Es esa emoción de las primeras veces, de los asombros y los miedos, de las rodillas ateridas, de la lluvia que un día nos empapó. El tiempo nos traspasa, pero seguimos siendo algo niños, pisando los charcos.

—Por cierto, Cioran no es bueno para despertar, así que no te digo nada para dormir.

—Algo así me dijo un amigo cuando le conté que había comprado el libro, sus Cuadernos. Le contesté en broma que tenía razón, que estaba de acuerdo en que era un peligro, que era mi lectura de noche y varias veces me había lesionado al caer sobre mi cara ese volumen de más de mil páginas cuando el sueño me vencía.

No leí a Cioran cuando estaba de moda –creo que compré un librito que escribió sobre él Savater, pero no tengo idea de por dónde anda–, pero estoy encantado con haberlo frecuentado estos meses pasados. Sus juicios son certeros, suele ir al grano. Me gusta cómo reflexiona sobre la vida, sobre las angustias de la existencia; cómo opina de otros escritores (sus amigos –Ionesco, Beckett– o conocidos –Blanchot, Sartre–); cómo describe las nubes y la luz de los días; las caminatas buscando la tranquilidad, casi una redención en el cansancio; el vicio de la lectura; la importancia que le concede a la música. Hay una anotación que recuerdo bien: «Nieva, y escucho Jesu, meine Freude, ¿qué más puedo desear?».

—Creo que la librería de Paco es su alter ego.

—Alejandría es mi alto en el camino de muchos días, mi parada técnica, me queda entre la Audiencia y los Juzgados. Paco es un buen amigo y es un librero-lector. Pasé la adolescencia en otra librería, Pisa, la de Juan Carlos Uriarte. Llegó un momento en que sabía mejor que él lo que había en los estantes.

Las librerías son para mí una prolongación de mi biblioteca, un mundo en el que me encuentro estupendamente. Conozco a la mayoría de los libreros de esta ciudad. Son imprescindibles para que la sociedad siga teniendo algo de aliento; en las librerías se condensa la historia de los hombres, todos los mundos. En ellas está la promesa del placer, de la autonomía como personas, de gozar mejor de la vida, de ser resistentes a la estupidez, de esa soledad de la lectura y ese tiempo que es nuestro, que nos pertenece.

Le he cedido a los libros gran parte de mi vida, a su desmesura, a esa forma que tienen de darte compañía, de colmar el vacío.

—¿Sabe a qué me recuerdan Sus cartas de este tiempo detenido? A un verso de Llamazares: «El tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre».

—El tiempo y la memoria son la materia esencial de la poesía de Julio. También al final de su novela Las lágrimas de San Lorenzo hay una reflexión sobre el tiempo. Es uno de los temas recurrentes de la poesía –Borges le dio muchas vueltas al asunto, tras leer con esmero a San Agustín–. Recuerda aquellos versos de Quevedo. «Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado».

Hace unos días escribí un texto, que está sin publicar, sobre las fotografías de Cecilia Orueta, sobre esos instantes del Tiempo que capta la cámara, de un tiempo que viene y va, que no tiene extensión, que siempre se está yendo.

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