Diario de León
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León

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Aunque aquel empleo me presentaba algunos problemas morales, necesitaba dinero, así que lo acepté. Mi cometido pasaba por entrar en las casas de los últimos desahuciados del pueblo y localizar todos los objetos que pudieran resultar contaminantes. Unos meses después, aquellas calles iban a quedar inundadas debido a una enorme presa que abastecería de electricidad a buena parte de la región. El día que empecé, me subí a un todoterreno junto al resto de la cuadrilla y nos recibió una patrulla de la guardia civil con un listado de las viviendas que teníamos que revisar. Nos pusimos manos a la obra. Tirábamos la puerta abajo con un ariete, entrábamos en cada una de las habitaciones y cargábamos lavadoras y televisores, radios, generadores, acumuladores y, en general, cualquier aparato electrónico. También nos deshacíamos de los medicamentos y del aceite que quedaba en las cocinas. En alguna ocasión, los objetos personales seguían allí, intactos, como si la vida se hubiera interrumpido súbitamente tras una catástrofe que dejara todas las cosas en su lugar: las fotografías enmarcadas sobre los aparadores, los dibujos infantiles prendidos con un imán a la puerta de las neveras, las miniaturas de monumentos famosos fabricadas en metal barato, los cepillos de dientes junto a los espejos del baño, los libros a medio leer al lado de las camas deshechas. En un salón, sobre la mesa del comedor, encontré un periódico abierto por la página que daba noticia de que los últimos habitantes del pueblo serían obligados a abandonar sus casas aquella misma mañana. Miré la fecha. Solo había pasado una semana desde su publicación. Entonces entendí que aquellas personas habían defendido sus casas aun a riesgo de perderlo todo, y habían perdido. Imaginé que estarían en una pensión, o con algún familiar, pensando en todos los recuerdos abandonados que el agua se iba a tragar, porque, a fin de cuentas, nuestras casas no son solo paredes encaladas, tejas, puertas y ventanas, sino también memoria. Yo mismo, por entonces, me había mudado unas cuantas veces y sabía que con cada apartamento que dejaba atrás, cedía un poco de espacio al olvido. Pero lo de esta gente era más grandioso y terrible. Habían entregado de golpe las huellas de su vida a una inmensa nada. Sentí un escalofrío y mucha tristeza. Luego lo pensé bien, y también sentí envidia.

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