Diario de León

Cosmos

Un techo bajo las estrellas

Mirar al cielo para ver la lluvia de las Perseidas. León se prepara para el espectáculo mágico de la bóveda celeste. El mismo firmamento que vieron los primeros hombres. El lugar donde flota la Tierra. El hechizo de la ciencia en Cerezales. Al raso, en una noche estrellada de verano

RUBÉNEARTH

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León

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La magia está al alcance de la vista, colgada en la bóveda celeste. Un universo de estrellas. El cielo que han compartido desde siempre los hombres. El que intentaron descifrar los griegos, y luego Copérnico, Kepler, Galileo. El mismo que divisaban nuestros antepasado más remotos, cuando empezaba la humanidad. Ese cielo de los primeros habitantes de la Tierra que es todavía el techo bajo el que vivimos.

Sorprende saber que casi nada ha cambiado desde entonces. Que las líneas imaginarias trazadas hace milenios para unir estrellas y explicar lo que parecía inexplicable siguen ahí, en el firmamento.

Que están la Osa mayor y la menor montadas en sus carros, Altair, Deneb y Vega brillando en su triángulo de verano, Hércules, el Águila, el Cisne, la Cruz del Norte y Casiopea, Andrómeda y Perseo.

La Vía Láctea desde el puerto leonés del Pando. RUBÉN SÁNCHEZ / RUBÉNEARTH

Nombres míticos que acompañan a los hombres desde el comienzo de su tiempo y para los que construyeron desde antiguo mitos fabulosos, historias imaginadas, ensoñación para esclarecer el misterio de ese firmamento oscuro en el que flota la Tierra.

Quizá Cefeo y Casiopea enfadaron a Poseidón, el poderoso dios de los mares, y Perseo, con la cabeza de Medusa que convertía en piedra a quien la miraba, acabó con el monstruo, lo transformó en coral y salvó para siempre a Andrómeda a lomos de Pegaso, su caballo alado, quizá, pero lo que es seguro es que es la galaxia más lejana que se puede ver a simple vista, sólo alzando los ojos y mirando al firmamento, que es invisible en el hemisferio sur y que Ptolomeo la compiló ya en su catálogo de constelaciones allá por el siglo II.

El granero del conocimiento

 

Que de Perseo se derrama una lluvia de estrellas, polvo fugaz que estalla en luz cuando el planeta atraviesa el territorio del cometa desde siempre, cada agosto, y del cielo llueven las ‘lagrimas de san Lorenzo’, el santo sacrificado en una parrilla un 10 de agosto, la fecha en la que las Perseidas son más visibles, que en la Edad Media y el Renacimiento se asoció a un suplicio aunque en el año 36 de esta era, el aguacero celeste de meteoros ya está documentado en un texto científico chino.

Leyendas mágicas, aunque la verdadera fascinación esté en la ciencia. En las leyes que explican por qué la estrella Polar está sobre el eje de giro de la Tierra y por eso parece fija, el motivo por el que es la brújula en el hemisferio boreal, el astro guía, que apunta al polo norte como la Cruz del Sur lo hace en el otro hemisferio, casi exactamente señalando al otro polo, en el cielo austral. Por qué la ‘polaris’ de los constructores egipcios de pirámides no era Ursae Minoris sino Thuban, en la constelación del Dragón. Por qué Venus es el ‘lucero del alba’ y brilla aunque sea un planeta.

EL RESPETO ES LA ESENCIA. Basta contemplar el edificio de la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, en Cerezales del Condado, para comprender qué encierra el proyecto de la FCAYC, su alma y también su belleza. Sostenible, ecológico, integrado, forma parte del paisaje, con trazados geométricos respetando las claves de las construcciones rurales. Grandes naves encadenadas semejando almacenes, con tejados a dos aguas y grandes ventanales, es la interpretación de los arquitectos Alejandro Zaera Polo y Maider Llaguno, del estudio de arquitectura AZPML, que, al margen de los premios recibidos, es mucho más que un museo o una sala de exposición, una especie de granero en el que se investigan los tiempos que se anuncian, la realidad y la herencia de quienes nos precedieron.

De ciencia se habla mirando al cielo desde hace cinco años en la Fundación Cerezales. Sobre una pradera, en una larga noche de verano, al raso, bajo las estrellas. Con el cielo despejado, sin una sóla nube, paradójicamente la única manera de ver una lluvia, la de estrellas.

Desde el crepúsculo, sobre la campa se verá ese cielo de verano, atravesado el firmamento por el polvo blanco de la Vía Láctea como si fuera leche derramada, tal como imaginaban los griegos hasta que Galileo Galilei descubrió con su telescopio que esa niebla cósmica era en realidad la acumulación de millones de estrellas.

En ese cielo de Copérnico, Kepler y Galileo brilla ahora una nueva Vía Láctea con miles de satélites artificiales

Ese cielo que ha acompañado durante millones de años a los hombres será el que desentrañe, sobre la campa de la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, el 13 de agosto, el astrónomo y experto en meteoritos José Vicente Casado. Ciencia a la vista en un año en el que, quizá por primera vez en la historia, una pandemia se combatió sólo con ciencia y no con creencias. Ese cielo que escudriñó en el 276 aC Eratóstenes de Cirene, el astrónomo y científico al que debe su pasión José Vicente Casado, para calcular las dimensiones del planeta con un palo, un ángulo y un pequeño ejército de soldados dando pasos uniformes.

Ese mismo firmamento en el que brillan ahora otras estrellas que ni Copérnico, Kepler ni Galileo pudieron ver, astros humanos, artilugios enviados por el hombre al espacio, miles de satélites que pululan alrededor de la Tierra, una especie de nueva Vía Láctea artificial de brillo continuo, sin un sólo parpadeo, sin ese ligero temblor que ha cautivado a la humanidad desde siempre.

Pasará sobrevolando la pradera de la fundación la Estación Espacial Internacional, inconfundible, reflejado el sol en sus paneles, a 400 kilómetros de altura, con su órbita de una hora y cincuenta minutos, puntal a su cita en la cúpula del cielo. Y, si la noche está despejada y oscura, se verá fulgurante el incendio de estrellas fugaces, apenas una pequeña parte de las más de 80 toneladas de polvo estelar que caen sobre la tierra, trazando una línea de luz mágica que siempre hizo soñar a los hombres.

Nada escapa en 2020 del coronavirus, de la pandemia que provoca Covid-19. Ni siquiera el cielo. Este año, no habrá telescopios y habrá que guardar dos metros, la distancia de seguridad que obliga un virus que ataca la esencia misma del hombre, la proximidad, la cercanía, el contacto, la sociedad. Pero arriba, en el cielo, todo seguirá su curso. Ajeno al devenir de los hombres. En la cúpula celeste, donde tener un techo bajo las estrellas.

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