Diario de León

TERMITAS HUMANAS DE ORO AFRICANO

Inmigrantes de Senegal, Mali, Burkina Fasso, Guinea o Costa de Marfil trabajan hoy como los esclavos romanos de Las Médulas, hace 2.000 años. Perforan con sus manos la tierra arcillosa rojiza hasta profundidades de más de 15 metros

Imagen de las tierras arcillosas de Senegal en la que se asientan las minas de oro

Imagen de las tierras arcillosas de Senegal en la que se asientan las minas de oro

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Son como termitas humanas en busca de unos gramos de oro que los saque de la miseria más acérrima. Sin ninguna aspiración laboral, sólo piensan en quitar el hambre, en el día a día. Buscan el metal, refugio de las crisis mundiales económicas, porque simplemente a ellos sólo les han dado esta oportunidad de subsistencia. Son conocidos como los «Cheikhou», buscadores de oro artesanales en África, que utilizan sus manos como única herramienta.

Horadan un agujero de poco menos de un metro de diámetro y, metidos en él, empieza a excavar en redondo en dirección al centro de la tierra. Perforan con sus manos la tierra arcillosa rojiza hasta profundidades de más de 15 metros. A partir de ahí, el azar dirá cuantas micras de oro hay en cada cubo de tierra que sacan. Son los esclavos del siglo XXI, que Diario de León encontró en un lugar apartado del río Gambia, en las fronteras de Senegal, Gambia, a pocos kilómetros Guinea Conacri. Aquí, es como si siguieran trabajando los esclavos en las minas de oro romanas de Las Médulas, a las que hoy van los turistas de todo el mundo a hacerse fotos, porque fueron declaradas por la Unesco Patrimonio de la Humanidad.

Hace un calor de venganza. 40 grados marca el coche. Llegamos al pueblo de Tomboronkoto. Aquí, gracias al guía senegalés que me acompaña, logro contactar con un hombre que me puede llevar a la mina de los esclavos. No existe certeza alguna, pero lo encontramos circulando por la carretera en una moto, de esas que ahora los asiáticos venden como churros en el África negra. Lleva una fular marrón y una camiseta amarilla como el oro, pero con las mangas llenas de barro seco y tierra rojiza, que delatan que está en lo del oro. Sus manos, no son manos. Son azadas acostumbradas a trabajar sin mango. Le preguntamos si podemos encontrar a alguien que nos conduzca al termitero humano aurífero del río Gambia. Después de mucho debate seguimos adelante, él en la moto y yo en el coche con el guía. En un recodo de la carretera salimos fuera y, finalmente, tenemos la consigna de ponernos a caminar.

Siempre que hay oro o cualquier tipo de producto que enriquezca, es certero que hay mafia. Y aquí no podía faltar. Después de un tiempo interminable, logro pactar un precio para que me permitan llegar a la mina y hacer unas fotos rápido. El dinero que les doy les convenció y estoy seguro que, ese día sacaron más del periodista que del oro puro y duro.

Con el peaje de mordida pagada, nos ponemos a caminar. Atravesamos un poblado de chozas de paja. No hay rastro de agua por ningún lado, pero existe vida humana. Los niños corretean y los mayores me ven como a un marciano caído del platillo. Huele a nada y a orines. En ese momento y en ese lugar, al viento no lo habían inventado aún.

Escucho varias veces la palabra «kubaco», dirigida a mí. «Un blanco», me traduce el guía. Después de la caminata, en la que me salía el sudor por todas las esquinas y la ropa chorreaba como si la acabaras de sacar de la lavadora sin centrifugar, casi había perdido la esperanza y se agrandaba el temor de que los problemas empezaran a crecer.

No fue así. Aquella gente a la que pagué por dirigirme al oro, cumplió lo pactado. A medida que me aproximaba al lugar de la explotación con métodos indígenas, era fácil percatarse desde lejos que podrían pasar en la foto por una esquina de Las Médulas: las que están en el Bierzo, en la provincia de León. Aquí, en tierra africana, el suelo estaba carcomido y se veían agujeros redondos perfectos por muchas partes. Era necesario tener cuidado y no despistarse, para no caer dentro de uno de ellos. En una ocasión, casi caigo. Los niños debían estar acostumbrados, porque se movían por aquel laberinto de pobreza y miseria con toda dignidad y conocimiento. Eran uno más del equipo rudimentario de buscadores de oro.

Cuando llego a uno de los pozos, hay varios hombres debajo de un tendejón de paja. En el pozo, a más de 11 metros de profundidad, está un hombre enterrado que pica tierra. Yo no lo veo, pero lo escucho desde el negro redondo que dibuja el pozo. Luego, mete la tierra en un caldero de plástico improvisado y los de fuera tiran de una cuerda. Ahí va el bruto de la tierra húmeda. La depositan al aire libre y otro equipo de los que combaten la miseria se lanzan a lavar poco a poco ese material. En el tiempo que estuve allí, sí lograron dar con alguna pepita diminuta.

Y así, una vez tras otra. Hoy, el que está en el fondo del pozo lleva 45 minutos dentro y no se queja. Pregunto y me dicen que lo normal es estar allí cuatro horas sin salir a la superficie. Por eso, y por otras cosas más, ha habido muertos por derrumbes en el interior. Nadie sabe decirme cuántas personas han muerto aquí, sepultados en vida, pero me lo imagino.

Los que trabajan en este lugar han montado un campamento. Vienen de la vecina Mali, de Guinea Conacri. Burkina Fasso o Costa de Márfil. La voz se ha corrido y el oro llama y atrae a los miserables por falta de dinero, y a los miserables que se aprovechan con sus mafias de todo lo que en la base mueve esto.

A día de hoy, en este mes de junio de 2022, aquí, en origen, el gramo de oro lo están pagando a 32.000 cefas, que son unos 50 euros. Pero, para juntar un gramo hay que rascar mucha tierra. Compensa picar tierra para comer y poco más. Eso sí, lo que ganan les permite regresar más ricos a sus barrios de miseria.

La persona que me condujo al lugar de la explotación cuenta que no hay mafia violenta. Es como que todos han hecho piña y el beneficio es comunitario. Tú no me pisas la manguera y así salen gotas de agua por el grifo. Cada uno, cada familia, tiene su agujero. Luego vienen los de fuera, los compradores, que pagan a los que arrancan el metal. Por medio, todo puede suceder.

Los gobiernos de Senegal, Gambia y Guinea son conocedores de la situación. Hay explotaciones de oro que están reguladas por los senegaleses, pero la que visité en la cabecera del río Gambia es propiedad de los que pican artesanalmente la tierra. Son como colonos del viejo Oeste americano. Nadie mira para ellos o se tuerce la cabeza para otro lado. No hay cherif.

La presencia de un blanco por estas tierras del oro, según todo lo que pude percibir, siempre les infunde sospechas. O eres de la mafia, o eres de inteligencia gubernamental, o vete tú a saber. Cualquiera que meta la nariz en estos asuntos relacionados con el oro es sospechoso, aunque en este caso se obtengan en porcentajes tan nimios que quitan el hambre a los cheikhous.

Estaría allí una semana para hablar con todos y escribir un buen reportaje, pero África no es Europa e impone sus tiempos y oportunidades. Es implacable. Todo puede salir bien y todo puede, todo lo contrario. Así, no quedaba otra que aprovechar lo que tienes y no hacerse más preguntas.

Los buscadores de oro que estaban debajo del tendejón no entendían muy bien la estampa de un tipo con un teléfono haciendo fotos, pero tenía la certeza de que saldrían en este caso ganando con el reparto del pago del peaje. Los niños, sonríen. Es difícil comunicarse con ellos, porque no entienden el wolof y ni el guía conoce su dialecto. Sólo queda el lenguaje de los gestos.

El poblado de cheikhous sigue creciendo. Unas familias o amigos atraen a otros. La voz circula y lo que pudieran pasar por las minas de Las Médulas en un viaje al pasado de los romanos, siguen creciendo.

Finalmente, de forma atropellada salí de allí. Aturdido por el calor que te aplastaba contra el suelo; desconcertado por lo que acababa de presenciar y, con la idea de llegar cuanto antes a la carretera con asfalto, me despedí de aquellos olvidados de la tierra.

La voz de un blanco

De regreso, por el camino, no hubo percance alguno. La voz de la presencia de un blanco ya había corrido como la pólvora y en las esquinas de los poblados por los que regresé al coche veía a gente que miraba con ojos contradictorios de desconfianza y amabilidad. Intenté localizar a un comprador de su oro, pero no fue posible porque vienen y se van. Nadie sabe quién maneja aquí los hilos.

Salgo de allí y una vez en el coche, aguas abajo, atravesamos un puente sobre el río Gambia. Unas mujeres lavan la ropa en el charco que queda tras la intensa temporada de sequía que azota la zona hasta ahora, y que dará paso a la de lluvias. El ruido del chasquido de la ropa que intentan aclarar contra las piedras retumba en el lugar. Allí, cada humano pica su propio pozo en busca de subsistencia. Unos con el oro, otros lavando ropa y otros gestionando aquel caos con mafia organizada, hasta ahora no violenta. Todo aquí puede suceder. Todo sin perder cada uno la dignidad de intentar seguir vivo en un lugar que, a ellos, (a los que arañan con sus manos las entrañas de la tierra) no les ofrecen otras oportunidades.

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