Diario de León

LAS TORRES AZULES DE LOS MAPUCHES

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León

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A veces el viajero no tiene palabras. Es fácil incluso que no las necesite. Difícilmente se explican las espectaculares manifestaciones de la naturaleza. El silencio y la contemplación son entonces los mejores argumentos. La inmensidad no tiene otros. Lo pienso en un hotelito al lado de un fiordo, en Puerto Natales, en la Patagonia chilena, que abre muchas puertas a montañas, valles, ríos, lagos, glaciares… en esta tierra que sobrecoge. Por eso quiero hacerle la simple sugerencia de no perder de vista este paisaje. Me refiero al Parque Nacional Torres del Paine, un verdadero paraíso para quien ama la montaña. El Tesoro Nacional de Chile, me recalcan una y otra vez, a pesar de que uno anota muchos otros tesoros. Es verdad que National Geographic lo considera uno de los cinco lugares más hermosos de la tierra, recientemente nombrado «Octava Maravilla del Mundo».

Salgo al amanecer, rojizo que promete claridades, inusuales en buena parte de ocasiones, desde Puerto Natales. No olvide, si un día decide acompañarme, prendas de abrigo, gafas y cremas de sol, calzado fuerte y cómodo, prismáticos y un buen mapa que le sirva de orientación. El tiempo es imprevisible, no obstante. Del frío al calor en pocas horas. Poco más de cien kilómetros hasta el Parque. La carretera, lógicamente no en las mejores condiciones, se convierte en un paseo entretenido por las sorpresas que va ofreciendo el trayecto a una y otra vereda. Me intereso por el nombre. «Paine –el relato lo sostiene Jaime Ayuso- significa azul en mapuche. El granito ofrece diferentes tonalidades solares». Y será verdad, sin duda. Comprobaré a lo largo del trayecto cómo la diversidad de tonalidades se encienden y concretan en riscos, aguas y hielos. Aunque, en el caso de las Torres del Paine, y sea dicha la verdad, servidor vio las tres grises oscuras, impresionantes y llenas de contrastes en un escenario en que la nieve se convierte en protagonista. Sí vi cómo los cursos de aguas se azulaban con intensidad. «Ocurre sobre todo –puntualiza Ayuso- cuando el curso del río tiene poca pendiente». Será verdad. Lo cierto es que, al regreso, intentaba recordar los múltiples colores que se observan en las aguas, así, en plural, porque este es otro de sus paraísos. Me detengo ahora en el lago Sarmiento, desde donde contemplo con nitidez, a pesar aún de la distancia, el macizo del Paine, de belleza tan profunda, que sobran, o me faltan, todas las palabras. Admiración. Recogimiento. Silencio. Tengo la sensación de caminar por la estepa, con el anfiteatro lejano de la nieve al fondo. Acaso ya no tan lejano.

Me cuentan sobre la flora y sobre los fuegos que la destruyeron, siempre con el viento favorable por estas tierras a las llamas devoradoras. Tardará mucho tiempo en recuperarse el paisaje vegetal, aunque el viajero atisba cierta esperanza al observar desde el vehículo una breve pero vigorosa floración amarillenta cuando faltan pocos días para que la primavera se haga realidad de nuevo. Todas las advertencias, prevenciones y cuidados son pocos. Una simple referencia habla de treinta especies de aves de las más de noventa que había antes. Estoy más atento ahora, sin embargo, y no sé muy bien por qué, a la posible y advertida presencia de zorros, cóndores, ñandúes, guanacos, pumas… He visto ejemplares de todos ellos, excepto del puma, principal depredador del guanaco, siempre atento, solemne y veloz, y de sus crías, que suelen llamar chulengos, aunque se multiplican las nominaciones localistas. Lo cierto es que los guanacos –verá más de un ejemplar, generalmente en pequeños rebaños- fueron parte importante de la alimentación y abrigo de los pueblos indígenas. Todas estas anotaciones, curiosidades y datos se desvanecen al aparecer inesperadamente, en una curva en cuesta, la laguna Amarga, nombre que responde a su sabor por el alto contenido de sales, asunto que interesa, al parecer, a los guanacos. A este viajero le sorprendió el reflejo que sobre sus aguas proyectaba el macizo con sus torres en una espectáculo visual incomparable y dicen que poco frecuente por el clima cambiante, especialmente por el viento que azota estas latitudes y remueve la superficie de la laguna desdibujando y ‘moviendo’ la imagen. Aunque el día es frío pero intensamente nítido de luz, hay que aprovechar lo que parece ser suerte o privilegio. Silencio.

Recorro, aunque mínimamente, es verdad, este Parque que supera las doscientas veintisiete mil hectáreas, cuyo eje central es el macizo, de profunda belleza, con el protagonismo de las torres, modeladas por la fuerza del hielo glacial, y los cuernos, estos famosos antes que las primeras, tres grandes cerros que recuerdan la cornamenta de algún animal. Aunque las posibilidades de senderismo son prácticamente infinitas, hay rutas muy definidas que nos conducen a montañas –todas con sus nombres propios y más de tres mil metros de altitud-, valles, ríos –con sus diversas tonalidades-, glaciares, lagos (Sarmiento, Nordenskjöld, Pehoé –como en una de sus orillas, pollo y patatas cocidas, con un paisaje de postal como fondo-, Grey…). Es este, sin duda, el más conocido, junto al río del mismo nombre, con los enormes bloques o témpanos de hielo desprendidos del glaciar que tiene igual nominación. La rica toponimia siempre evoca nombres que conforman parte de su historia y momentos irrepetibles sin duda.

Silencios repetidos. Es importante dejarse en manos de la contemplación. El espectáculo está frente a nosotros, en el paisaje. Las miradas múltiples consiguen nuevas perspectivas. Por eso más que describir, este es un gran espacio para sentir, para dimensionar en su justa medida las sensaciones. Uno está muy convencido de que viajar es acumular sensaciones. Para algo servirán. Digo.

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