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TRIBUNA | Limpiar los ríos

La eliminación de la vegetación de los cauces hace más peligrosas las riadas. Pero tan grave como deforestar un río es deforestar su cuenca hidrográfica. Se ha comprobado que cuencas con una superficie forestal entre el 30 y el 70% de su territorio retienen del 25 al 50% más de agua que aquellas que solo conserven el 10% de su cobertura forestal. Los bosques reducen las inundaciones

Publicado por
Eloy Bécares Mantecón
León

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Cada vez que se sufren inundaciones aparecen las voces que reclaman la limpieza de ríos como el principal remedio del problema. Limpiar el río suele querer decir, para los que la invocan, el dragado y la eliminación de la vegetación del cauce, es decir, convertir el río en un canal. Limpiar el río es la excusa que se utiliza para evitar hablar del verdadero problema, que es el de la invasión de la llanura de inundación por el hombre y la deforestación de las cuencas. 

La «limpieza» de los ríos se justifica por el potencial efecto de los árboles creando embalsamientos en pasos estrechos como los puentes. Pero al contrario de lo que se cree, eliminar la vegetación riparia es un grave riesgo para las personas y sus bienes. Los cauces deforestados aumentan la velocidad y energía del agua, se erosionan rápidamente y provocan grandes depósitos de materiales aguas abajo. La eliminación de la vegetación de los cauces hace más peligrosas las riadas. Pero tan grave como deforestar un río es deforestar su cuenca hidrográfica. Se ha comprobado que cuencas con una superficie forestal entre el 30 y el 70% de su territorio retienen del 25 al 50% más de agua que aquellas que solo conserven el 10% de su cobertura forestal. Los bosques reducen las inundaciones.

Culpar a las confederaciones hidrográficas es la tónica dominante, pero cabe hacer algunos comentarios al respecto. Primero recordar que la «limpieza» de los ríos en los tramos urbanos es competencia de los ayuntamientos. Aquí surge una contradicción, porque algunos de los ayuntamientos que solicitan permisos para esa limpieza no tratan adecuadamente sus aguas residuales, ensuciando, y esta vez de verdad, el río. Por otra parte, la gente tiende a quejarse del excesivo control de las administraciones sobre la tala de árboles en las riberas, pero se olvida que la eliminación de un árbol puede tener un efecto dramático en la erosión de una orilla.

Los árboles protegen de la erosión. Lo que tampoco se tiene en cuenta es que las confederaciones deben cumplir con otras legislaciones, como la Directiva Marco del Agua, que obliga a mantener una buena calidad ecológica y morfológica de los ríos, penalizando la instalación de escolleras y la deforestación de las riberas. Tampoco es coherente culpar de escasez de actuaciones a una administración que depende de los exiguos fondos asignados al medio ambiente, y luego votar políticas que reducen drásticamente esos fondos. Pocos parecen saber también que la Confederación Hidrográfica del Duero es un referente en Europa por sus labores en la gestión de ríos para prevenir inundaciones. Que pueda ser criticada por otras actuaciones no lo dudo, pero al César lo que es del César. 

Es comprensible que sean las organizaciones de agricultores uno de los sectores que más reclamen la limpieza, es decir, la deforestación de los ríos, ya que la mayoría de las llanuras de inundación están ocupadas por cultivos. Pero pocos recuerdan que las vegas son fértiles gracias a las inundaciones del pasado, y que es la eliminación del bosque de ribera la que provoca la erosión de las orillas, y por tanto la pérdida definitiva de tierras cultivables. Tampoco se quiere aceptar que la planificación agraria realizada, pensada solo en la producción y no en la protección de suelos y aguas, ha modificado drásticamente las pautas de escorrentía. Se ha deforestado todo el espacio agrario y se ha favorecido que el agua llegue antes a los ríos, y con más velocidad. Los Códigos de Buenas Prácticas Agrícolas siguen sin aplicarse realmente creyendo que se pierden ganancias, en una estrategia de pan para hoy y hambre para mañana.

Las políticas de gestión de inundaciones han ido cambiando desde hace décadas. Hemos pasado de intentar controlar al río con diques y azudes de laminación, a una aproximación mucho más adaptativa de las inundaciones, eliminando estructuras y recuperando lo que se llama la conectividad transversal y longitudinal del río. Es decir, se está aprendiendo a aceptar la inundación y a negociar con el río, devolviéndole el espacio que necesita para crecer. 

Al contrario de lo que se piensa, en vez de limpiar el río de árboles hay que favorecer el bosque de ribera, permitiendo que el río tenga la calidad que pide la legislación en condiciones hidrológicas normales. Esa vegetación también permitirá laminar las avenidas en las riadas y hacerlas menos agresivas. Controlar las inundaciones haciendo diques más altos es a menudo un problema, no una solución. La aproximación actual es la de aceptar que hay, y que va a haber, y cada vez con mayor violencia, inundaciones. Por esta razón se lleva casi una década desarrollando la Directiva de Evaluación y Gestión del Riesgo de Inundación, que obliga a evaluar las zonas de riesgo e implementar planes y actuaciones para la gestión de esos riesgos. 

Dado que no todas las inundaciones ni todos los ríos son iguales, las medidas para enfrentarse a ellas deben adaptarse a esta variabilidad. Aumentar la superficie forestal de la cuenca, o recuperar humedales que laminen las crecidas, demuestran ser eficaces en inundaciones que tengan periodos de retorno inferiores a 25 años; recuperar las llanuras de inundación, descanalizando ríos y retranqueando escolleras y defensas, reducen la escorrentía hasta el 40% en periodos largos de retorno (100-500 años). Estas actuaciones, más importantes que la reclamada limpieza, presentan todavía una aplicación muy desigual.

Otras medidas como mejorar los sistemas de previsión y alerta temprana, optimizar planes rápidos de evacuación, así como aceptar la inevitabilidad de estas catástrofes gestionando los consorcios de compensación de seguros, están mucho más avanzadas. Pero lo que frecuentemente se olvida es que también debería reforestarse el espacio agrario, recuperando setos y sotos en lindes y márgenes agrícolas. 

Ello permitirá descontaminar las aguas de escorrentía, reducir la pérdida de suelo con las lluvias, y favorecer la retención de agua. Todo ello no excluye que, en casos concretos, como en tramos urbanos, haya que dragar el río y «limpiarlo», o realizar trabajos silvícolas que reduzcan la densidad del bosque de ribera, si el uso, o los modelos de riesgo, así lo requieren. Aunque con ello estemos trasladando los problemas aguas abajo.

Tenemos que aprender a adaptarnos no sólo a las inundaciones, sino también a su otra cara, la sequía. Ambos procesos van relacionados ante el incremento de variabilidad que está causando el cambio climático. Las nieves de antaño se irán convirtiendo en lluvias, la reserva nival irá desapareciendo de las montañas y la falta de agua se acentuará en verano. En un futuro no muy lejano tendremos que ver las inundaciones no como catástrofes, sino como recursos, y aprender a transportar, almacenar o recargar acuíferos con esas aguas. Pero desgraciadamente, mientras sigamos sin aceptar que lo que hagamos en toda la cuenca se reflejará en las inundaciones que suframos, tendremos que seguir echando la culpa a lo que menos la tiene. 

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