Diario de León

EL ZARANDEO POLÍTICO EN EL BACHILLER DE LEÓN

Catedráticos que obedecían y desobedecían las leyes, profesores de Bachillerato que apenas ganaban para comer, directores de instituto que tenían el privilegio de salir en procesión, el incomprensible derribo del instituto, la represión franquista... la historia del Bachillerato en León

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La sombra del pasado es alargada y la educación forma parte de un tiempo dilatado que no olvida su sendero centenario. En los dos últimos siglos ha reinado un zarandeo de leyes educativas que, ante la falta de consenso, se han ido imponiendo con el lacre político del partido gobernante. Esa inercia ha descrito numerosos movimientos pendulares.

En León, también esto de la política educativa fue materia que asomó con el sistema liberal. Siguiendo la estela de la Revolución Francesa y de otros países europeos, el Informe Quintana de 1813 fomentaba las «universidades de provincia», que no eran más que los incipientes institutos de segunda enseñanza, con estudios de matemáticas o latinidad, principalmente. En León hubo algo de todo eso, pues el marchamo de esta provincia ha sido el de practicar una sumisa obediencia al poder.

Con el Trienio Liberal se aprobó el Reglamento de Instrucción Pública de 1821, tratando de crear una estructura de primera, segunda y tercera enseñanza, inexistente en el Antiguo Régimen. En su texto se permitía la coexistencia de una enseñanza pública y otra privada, además del principio de libertad de enseñanza. Los vaivenes políticos —ese estigma que ha salpicado el calendario de todos los planes— llegaron pronto. El Plan Calomarde de 1830 apostaba por una educación como instrumento del absolutismo, creando tribunales de censura, unión de política y religión y fe de bautismo para ingresar en el sistema educativo. Aquel vasallaje duró hasta 1833.

Muerto Fernando VII, el Plan del Duque de Rivas de 1836 —también efímero— dividía la enseñanza media en elemental y superior, impartida en establecimientos públicos denominados Institutos elementales; uno, al menos, por cada provincia. Pero el Partido Moderado de Narváez tenía ideas propias en educación y aprobó el Plan Pidal (1845), que renunciaba a una educación universal y gratuita. Este proyecto dividía la segunda enseñanza en elemental (cinco cursos) y de ampliación (dos cursos más con preparatoria para la universidad).

A CARGO DE LA DIPUTACIÓN

En el Instituto de Segunda Enseñanza de León —que se creó de manera precaria en 1846— solo se impartía enseñanza elemental. Cada plan nuevo dejaba vigente parte de los planes anteriores e incorporaba algunas novedades, las que marcaban su nuevo sesgo. En el instituto leonés se aplicó el plan de estudios vigente (asignaturas, libros de texto), unido a un débil sistema financiero (a cargo de la Diputación Provincial, beneficiada por las desamortizaciones, y derechos de matrícula) y un cuerpo de docentes (catedráticos) por oposición. Cobraban sueldos escasos, por lo que simultaneaban la docencia con otras actividades remuneradas.

Antonio Molleda, por ejemplo, ejerció de profesor en la Academia de Telégrafos de León, preparando a opositores para el cuerpo de telegrafistas.

EL OTRO SUELDO: LOS LIBROS DE LOS PROFESORES DE LEÓN

La Ley Moyano de 1857 —fruto de un acuerdo puntual entre progresista y moderados— dotaba al sistema de solidez y estabilidad, prolongándose sesgadamente más de un siglo. Los moderados asentaron sus posaderas en las instituciones y fomentaron el espíritu centralista, siguiendo el modelo francés. Las asignaturas se estudiaban por libros de texto, que se elegían dentro de una lista que el gobierno publicaba, de hecho los catedráticos de León se lanzaron a escribir y editar textos de sus asignaturas, lo que incrementaba sus escasos ingresos.

EL director podría salir en la procesión

Paso a paso, los centros de segunda enseñanza se convirtieron en extensiones del poder del Estado en provincias. En León, la máxima autoridad académica era el director del instituto, que presidía tribunales, examinaba a opositores y formaba parte del séquito en las procesiones y desfiles, luciendo a su lado la pendoneta del centro.

Con la Revolución Gloriosa de 1868 los institutos se transformaron en laboratorios pedagógicos de los progresistas, que aplicaron reformas nuevas en 1868 y 1873. Ambos intentos fracasaron, aunque algo quedó para el futuro: la libertad de enseñanza se incorporaba al sistema de forma definitiva. Los vientos nuevos trajeron una lucha encarnizada entre krausistas y neocatólicos y en León dos catedráticos se negaron a jurar la Constitución de 1869, porque con ella «se rasga(ba) la envidiable y gloriosísima unidad católica de España».

Superada la I República, la Constitución de 1876 no facilitó el consenso en política escolar y el turno bipartidista hizo de la educación un campo de lucha política, describiendo de nuevo la oscilación pendular con el tema de la libertad de enseñanza.

Quien mejor representó este turnismo de opereta en León fueron los directores del Instituto, Policarpo Mingote Tarazona y Eloy Díaz-Jiménez, que se pasaron el bastón en ocho ocasiones, ya que uno representaba al Partido Liberal y otro al Conservador.

OBEDECER Y DESOBEDECER

Entre 1894 y 1900 se pergeñaron seis planes educativos distintos. ¿Cuál era el más moderno? Los de la Institución Libre de Enseñanza dijeron que el suyo, y alzaron la voz para romper el caparazón elitista y confesional. La verdad incuestionable fue que la mitad de los niños estaban sin escuela y aún más los que no sabían leer ni escribir, dos lacras relacionadas con la promesa incumplida de escolarización universal.

En esta provincia, el rosario de leyes educativas trajo confusión y pugnas entre profesores, tal vez por el excesivo celo de querer cumplirlas o desobedecerlas, según se ajustara la ley al credo personal de cada catedrático.

El regeneracionismo de principios del siglo XX pedía «escuela y despensa» pero la idea de salvar a España por la educación solo se fraguó en endebles acuerdos que produjeron una nueva reglamentación de exámenes, regulación de la religión, titulación del profesorado, reordenación del bachillerato y poco más.

EL DERRIBO DEL INSTITUTO

El Real Decreto de 1901 organizaba los Institutos Generales y Técnicos y modificaba el plan de estudios, introduciendo materias elementales de industria, comercio y bellas artes. Ese mismo año, la visita al Instituto de León del flamante ministro de Educación, Conde de Romanones, obró el milagro de planificar un nuevo edificio que permitiera abandonar el solariego, vetusto y cochambroso caserón de los escolapios. En 1917 se inauguraba un vistoso y céntrico edificio, de estilo ecléctico, que no duró ni medio siglo, pues en 1966 se derribó por quedarse pequeño. El talibán urbanístico que lo mandó demoler carecía de luces suficientes para acoger entre sus muros una biblioteca pública o un museo provincial.

El siglo XX arrastraba males endémicos del siglo XIX y el Plan Callejo de 1926 regulaba de nuevo el bachillerato, con la intención de suprimir el excesivo número de exámenes, dada la creciente demanda de estudios de secundaria y la presencia femenina en los centros. La dictadura de Primo de Rivera, que en materia de educación se disolvió como un azucarillo en café caliente, marcaba otro movimiento pendular en la historia del país. Pese a las reformas iniciadas en el primer bienio de la II República no triunfó la idea de un ordenamiento del bachillerato, aunque se instaba a los catedráticos a abandonar los libros de textos y sustituirlos por apuntes y notas de clase como gestos de una renovación metodológica.

El ministro Fernando de los Ríos se inclinó por un bachillerato tradicional y elitista de siete cursos más examen final. Bajo su decisión latía la pugna entre los defensores de la escuela unificada y los católicos conservadores. Hasta el Plan Villalobos de 1934 hubo varios bachilleratos republicanos, superando el obsoleto Plan Callejo. Las contradicciones del país quedaron expuestas en los meses anteriores al verano de 1936 y todo se tiñó de una hiriente anormalidad durante la guerra civil, desbaratando el modelo educativo de la República.

Represión y purga franquista

Desde julio de 1936 hasta el plan de 1938 del franquista Pedro Sáinz Rodríguez, el profesorado sufrirá una tremenda depuración y una brutal represión. Dos inspectores de educación en León fueron fusilados, otros dos de la Escuela de Veterinaria, otro más en el Instituto General y Técnico, además de cuatro depurados. Tampoco se libró la Escuela Normal de Maestros. En los listados de San Marcos figuraban varios profesores de la provincia y en los tres primeros meses de guerra quedaron suspendidos de empleo y sueldo 41 educadores.

Limpia la casa de «elementos de izquierdas», el franquismo derogó leyes anteriores e impuso un modelo radicalmente opuesto, lo que anunciaba un largo invierno educativo, identificado con una enseñanza memorística, tradicional, católica y amenizada por compases falangistas.

El régimen sobrevivió a sus peores años y la Ley de Bases de la Enseñanza Media y Profesional de 1949 se convertiría en el antecedente de una revolución silenciosa, capaz de abandonar la educación elitista para convertirlo en un modelo de masas. A ello se encaminó la Ley de 1953 de Joaquín Ruiz-Jiménez, completada con la Ley de FP Industrial de 1955, que soltaba lastre ideológico.

DE SIGLA EN SIGLA

Cuando el Instituto de León estrenó, en 1966, su nuevo y actual edificio, ya había sido bautizado como ‘Padre Isla’ y acogía una matrícula de 1.680 alumnos, cifra impensable décadas atrás. La Ley General de Educación de 1970, la de Villar Palasí, nos familiarizó con siglas que han tenido eco en la generación más poblada de este país: EGB, BUP, COU.

En la Transición se suceden seis ministros del ramo. UCD trató el tema de la educación como de segunda fila, aunque firmó partidas presupuestarias en los Pactos de La Moncloa para el sector. Con el PSOE en el poder, Maravall abría la espita de las leyes educativas nuevas: Lode (1985), Logse (1990), Lopeg (1995). Era el impulso socialdemócrata por una escuela unificada, con intentos de renovación pedagógica y vetas de neoliberalismo.

Esta política nunca fue apoyada por el PP, que culpaba a las leyes socialistas de los males del sistema, así que cuando subió al poder impuso la suya, la Loce (2002). Aquellas pretensiones populares fueron flor de un día y otra vez se movió el péndulo de la historia. El PSOE, de nuevo en el poder, creó la LOE (2006) y luego el PP la Lomce (2013) y ahora el PSOE la Lomloe (2021).

A nadie le puede extrañar la hartura de esta sopa de letras. Claro que la parte más proyectada de todas ellas se quedaba en el nominalismo, que solo ha creado confusión a docentes y familias. Algunos centros públicos se han convertido en receptáculo de alumnos con déficits sociales, intelectuales y familiares, lo que ha provocado una huida de las clases medias de la red estatal, favoreciendo la red concertada.

El declive de lo público es rango esencial del ‘totalcapitalismo’ de nuestros días como parte intrínseca del desmantelamiento del Estado de Bienestar. Hoy, como ayer, seguimos soñando con un pacto de Estado en educación que deje de creer ciegamente en pedagogos ideologizados y monsergas evanescentes.

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