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El miedo guarda la casa

La obligación de comprar vence el temor de los mayores a contagiar a sus parejas y activa planes para auxiliarlos, mientras los padres de personas con discapacidad atienden sus necesidades

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La escena presenta a dos personas sentadas al sol en un banco, en la ribera oeste del Bernesga, enfrente del vacío que puebla el espacio de la antigua chopera del Polígono 58. Él ojea una revista del corazón y ella ve pasar el día de primavera, 18 grados en el termómetro, como si fuera el primero. Desde la otra acera: una pareja más que se salta la cuarentena. De cerca, el contexto da nombre a Rosa Rodríguez, que tiene a su marido «internado en una residencia de Villablino desde hace más de un año porque perdió la cabeza» y al que no le dejan «ir a ver». No le permiten tampoco visitar a «la niña», que «está en el colegio de educación especial Nuestra Señora del Valle, de La Bañeza». Pero, pese a que está «muy delicada», lo que nadie le puede prohibir en este doudécimo día de confinamiento es un momento de respiro para que «el niño», Salvador Cerecines, que tiene «cerrado el centro de Asprona» del CHF, «salga un poco y no se ponga tan nervioso». «Es muy bueno, pero con todos estos días que llevamos...», se excusa, antes de dar un respingo, que le acrecienta el gesto risueño, porque se acaba de acordar de que le queda pendiente «comprar una hogaza para hacer sopas de ajo esta noche». «Es una pena», apostilla el hijo, que pregunta con una sonrisa si tenemos coche, si tenemos moto, si tenemos salud, si tenemos miedo…

El miedo lo trae arrebuñao Merche Melchor entre las manos con la bolsa de la compra. Sale «para lo mínimo: pan, leche y alguna cosina más», porque lleva «ocho días» en casa. «¿Me van a multar?», pregunta alarmada, en mitad de la zona verde, donde se ha apartado para no cruzarse con quien circula por la acera. «Vengo y vuelvo corriendo porque mi marido está con oxígeno», explica con un el gesto de taparse la boca, y reanuda la marcha porque no quiere «pillar nada».

Al lado opuesto de los edificios que parapetan el paseo del río, superada la avenida San Ignacio de Loyola, aparece Reyes Fernández para aclarar que «esto es Pinilla». No vive en el barrio, pero su madre sí. Por eso está «estos días aquí, guardándola, para que no salga», porque «tiene 84 años y las defensas bajas», después de que estuviera «ingresada justo antes» del confinamiento. «Aquello es la Casona», orienta. Por allí, pasa Guillermo Fernández. Viene de hacer la compra. «El pan y poco más», apunta, con un paquete de cervezas debajo del brazo, tras explicar que le toca porque su madre «es mayor no puede salir». «Casi no hay ni gente», detalla, a la sombra de la mole de edificio, en el que se censan 290 viviendas en sus 13 plantas, que cambió la tipología de unifamiliares y pabellones con la que alumbró la zona la cooperativa de Falange.

Ángel, guardia privado en Villahierro. RAMIRO

Uno de los vecinos se llama Dionisio Astorga. Tiene «el frigorífico lleno» pero aún debe atender los recados que le marca la mujer. «¿Tú sabes lo que es venir así desde allí?», señala con el mentón hacia lo lejos, sin soltar las manos de las tres bolsas rebosantes de patatas, fruta y envases que reposan en el banco, donde ha hecho «un alto». En la dirección que apunta, más allá del colegio Antonio Valbuena, aparece César Gutiérrez. «Aquí tenemos suerte», define, tras afinar las palabras para que no parezca que son privilegiados, pero sin ocultar que el cachín de verde que circunda las casas concede un horizonte de ensueño frente al enclaustramiento de los pisos. «Hay mucho miedo y distanciamiento», reconoce.

Por la glorieta de Pinilla, donde la estación que marca la contaminación del aire se da un respiro estos días, pasa Ángel Rodríguez con el carro vacío después de haberlo descargado en el maletero del coche. «Casi» no se ha enterado de la cuarentena porque ha estado «trabajando la mayoría de los días» como «guardia de seguridad privada en la cárcel» de Villahierro. «Estamos dando el callo pero bien y tenemos poco reconocimiento», se queja con el ánimo de que tengan la consideración que se da «a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado». Aunque no tiene «contacto con los presos», sabe que «se les ha suspendido el régimen de visitas» y abunda en que, pese a que «al principio se enfadaron, luego han comprendido que era lo mejor para ellos» porque «allí sí que es difícil evitarlo y, si lo coge uno, lo cogen todos». «En casos como este es donde mejor estás», ironiza camino del supermercado para devolver el carrito.

A la puerta aparca la pickup de Protección Civil. Se baja Secundino Larín, «exminero y uno de los fundadores de la agrupación, hace más de 21 años». Forma parte del operativo municipal que igual lleva «la ropa de los transeúntes de San Esteban para que la laven las monjas de la casa de Caridad y los de Calor y Café», que se encarga de recoger y entregar «los medicamentos de las farmacias del hospital para las personas que no pueden moverse y los que tienen problemas respiratorios graves», o hace «la compra para quien no puede salir». En total, «ocho o diez encargos diarios, con dos vehículos, porque hay muchas colas en los supermercados», avisa, después de describir que, primero, quienes lo necesita llaman a los teléfonos 987 259 511, 675 263 426 ó 620 190 164, luego ellos van a recoger el dinero y la nota con los encargos y, tras hacerlos, los llevan a casa. «Esta ha pedido dos o tres lubinas, fruta… Una retafila de la leche», enumera, con la broma añadida de que «papel higiénico no piden mucho» al ver cómo Cristian Grande trae un paquete en la mano izquierda. «Estoy en Cruz Roja también. Me gusta el mundo de las emergencias y ayudar a la gente, así que me metí», explica el chaval de 18 años que completa el equipo.

Secundino Larín y Cristian Grande, de Protección Civil. RAMIRO

Pinilla atrás, hacia el este del Bernesga cruza Charo Falagán por la pasarela para ir a comprar. Tiene «miedo», confiesa. «A veces, no puedo respirar, pero es por la ansiedad que me genera todo esto. Mi marido no está bien del corazón, tiene dos stent , y temo cogerlo y contagiárselo», revela. Salió «el sábado», pero, a miércoles, tiene que «volver» porque le «faltan cosas». «Que pase esto pronto», se despide resuelta a cumplir con los recados. El miedo lo deja en casa.

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