Diario de León

La bajada de la cuesta

La Felicidad era más larga

La prolongación del confinamiento se acoge con resignación pero empiezan a pesar, más si cabe en el pabellón de San Esteban donde se da cobijo a 47 personas sin techo de la ciudad

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León

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La Felicidad «era más larga». Ahora sólo quedan «tres casas desde que la acortaron», como señala Antonio Blanco debajo del letrero con el nombre de su calle: una chapa ajada por el sol y llena de golpes. Aquí, en la esquina de la calle, en la casa de color rojo, este hombre, que se tuvo que dejar su taller de carpintería de aluminio, receta «ánimo y mucha tranquilidad» para superar los 15 días adicionales de confinamiento que acaban de pregonar los informativos. «La cosa está complicada para bajar la cuesta», se resigna, agradecido de que, «de lo malo, malo», se puede parapetar del virus. Tiene «el patio» interior de la vivienda que habita junto a su mujer y su perro, «Picasso, un pastor belga de más de 50 kilos». «Ahí me pasa el día y en sacarle un ratín a pasear hasta esta zona que se llama la Fuentina», señala con el mentón. Hace sol, la primavera parece que no miente y, a media mañana, desde el balcón que se asoma a Eras de Renueva, en la espuela que hace el barrio de San Esteban antes de convertirse en prados, la crisis queda fuera de la Felicidad.

Abajo, al fondo de la avenida Padre Isla, Enrique Cubillas se asoma a la ventana para no escuchar más las noticias que emplazan la salida del confinamiento para el 25 de abril. «Yo creo que vamos a estar así hasta finales de junio, más o menos hasta las fiestas», porfía el comercial de bebidas, quien ve «jodida la cosa» para su sector. «Nunca había tenido miedo pero ahora estoy acojonado», confiesa. A su lado, María Fernández Carbajo mueve la cabeza a los lados. Ella no tiene «miedo ninguno». Es enfermera en una mutua, pero estos días trabaja «desde casa en tareas administrativas» para no tener «contacto directo», reseña, porque está «embarazada». Se llamará «Candela» y se anuncia para «agosto», detalla, acodada en la barandilla donde aprovecha el sol.

Con tranquilidad

Los vecinos entienden que los 15 días a mayores son necesarios para luchar contra el virus

No llega aún para la fachada de Campanillas. Al abesedo, se nota al frío. Aunque en la terraza hace tiempo Raúl García. Sale fuera porque «tanto tiempo dentro» le ahoga. Lleva parado «tres semanas», desde que bajó la trapa de «Ruedaleón», el taller de cambio de neumáticos que tiene a la entrada de Carbajal de la Legua. «Y quedan otras tres más por delante», lamenta, con el «miedo a que no haya una fecha fija de empezar», no asegure «un mínimo de ingresos» y con «este Gobierno que no gobierna». En marzo, con casi medio mes de trabajo no puede acreditar «las pérdidas del 75%» y, por si fuera poco, su sector «no está en un epígrafe prohibido», por lo que puede «abrir pero sólo para urgencias». «¿Qué urgencias va a haber? No he tenido ninguna en tres semanas y encima no me puedo declarar cese de actividad por fuerza mayor. En abril demostraré que he bajado, pero ahora, sin un euro de entrada, las facturas hay que pagarlas», se queja. Desde dentro, su pareja, Mar Martín de Peralta, que no ha salido «nada» durante este tiempo centra el discurso en la repercusión social. «Habrá que aguantar tres semanas más, qué remedio nos queda. Hay que proteger sobre todo a los más vulnerables», recalca la joven.

Rosa María Álvarez, ante la ortopedia, ayer. FERNANDO OTERO

El ejemplo lo tiene Rosa María Álvarez. Su madre está «encamada, con 94 años», dentro del perfil de la población con el que más se ceba el virus. Se llama Restituta García, «pasó la guerra, perdió a un hermano del que no apareció el cadáver» y recuerda que en el pueblo, Cuadros, «el mal de moda», que era como se llamó a la gripe de principios del pasado siglo, «se llevó a unos cuantos vecinos». «Dice que nos moriremos todos, pero al poco el rato se le olvida hasta que vuelve a verlo por la tele», relata la hija, quien hace cola a la puerta de una ortopedia de la carretera de Asturias.

Por encima, en el jardín de la residencia de mayores Santa Luisa se ve a un grupín de internos en el jardín. Por una ventana abierta en la fachada trasera se escucha la misa en mitad del silencio de la calle, que desemboca en el pabellón de San Esteban, habilitado como centro para transeúntes. A la puerta, el guarda de seguridad privada informa de que las 47 plazas están ocupadas, por lo que «los que llegan con cuentagotas» se quedan fuera. Dos de las trabajadoras admiten que el confinamiento «sea hace más difícil es difícil cuanto más pasa el tiempo», más si cabe en un espacio donde «cada uno es de su padre y de su madre». Dentro hay ejemplos de todo tipo: uno «vino para restaurar pasos de Semana Santa» y se quedó sin nada, otro «conducía un camión de arena» y ya no tiene trabajo, otros «se quedaron sin sitio» porque cerraron las pensiones en las que vivían... Fuera hay más. «Antes eran invisibles. No nos parábamos a mirar. Ahora, miramos porque las calles están vacías y los vemos ahí.

Raúl García y Mar Martín de Peralta, en el balcón. FERNANDO OTERO

Hay más gente de la que se piensa sin recursos que vive en la calle. Esta situación nos permite darnos cuenta de que podemos ser cualquiera», razonan las técnicos, que forman parte de una plantilla de 19 personas que estos días atienden a los sin techo en las instalaciones municipales dispuestas. Quien entra «no puede salir», recuerdan. Un grupo toma un poco el sol en una zona acotada trasera. Dentro, el resto hace pasar el día. Leen «la prensa», hay «libros» que han traído los empleados, «juegos de mesa» y «un proyector para poder ver las películas que piden». Estos días han triunfado «Ocho apellidos vascos, Ocho apellidos catalanes, Mandalorian y las de misterio». «Lo que no quieren ya es escuchar el informativo. Ya andaban con el runrún de que se amplía el confinamiento», desvelan las operarias, vestidas con bata, desde la acera de Dama de Arintero. No se ve desde allí, pero a la vuelta de esquina está la calle de la Felicidad.

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