Diario de León

| Análisis | La vida salvaje se acabó |

Los perdigonazos se sirven ya a la cazuela

Algunos habitantes de zonas rurales han sabido adaptarse, como una especie más, a la economía de los tiempos modernos

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A. Núñez - león
León

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La inmensa mayoría de los cotos de caza provinciales son un corral a lo grande donde se suelta lo que previamente se cría en la parte de atrás de la casa del pueblo. Algunos se resisten a creerlo así, como el presidente provincial del sindicato agrario Asaja, José Antonio Turrado, según el cual «ahora te encuentras corzos de paseo donde hace veinte años no pillabas ni uno cuando salías con la escopeta», aunque reconoce que la caza menor sea otra cosa. De una forma o de otra y para una media de dos mil hectáreas la subasta anual de un coto de caza no baja de los 3.000 euros para la junta vecinal del pueblo más pobrín, que se puede poner en 12.000 euros para algunas zonas privilegiadas de liebre y perdiz en Tierra de Campos y la media en no menos de un millón de las desaparecidas pesetas. La cría de animales salvajes para repoblar el campo es un recurso más, según Turrado, que proporciona a las juntas vecinales una parte muy importante de sus recursos. «No es que sea mucho, pero es lo que tienen y les llega para pagar la fiesta local y algunos apaños menores, a la espera de que el ayuntamiento o la Diputación corrar con el gasto de las carreteras, la luz, el alcantarillado o la traída de aguas». Prácticamente todo está subastado en los cotos, de forma que menos de un 10% dejan el terreno a los cazadores censados entre el vecindario. El resto es para forasteros, que lo arrasan materialmente temporada tras temporada y obligan luego a repoblaciones de urgencia. Cuando lo gestionan ellos mismos, sólos o en sociedad anónima, los bichos apenas duran dos semanas y, en ocasiones, dos días desde las sueltas de las granjas. Para los habitantes de zonas de montaña un caso particular es el del lobo, especie protegida que puede cazarse con muchos cuidados y permisos oficiales cuando abunda. No es comestible, pero sí todo lo que le sirve de alimento. La paradoja, según Turrado, es que, mientras que algunos los recrían entre alambradas -porque «es una cosa privada, allá ellos»- los ganaderos tienen que hacer frente a los daños y «cuando te pones a escribir a la Junta no hay quien cobre una indemnización». Lo de la vida salvaje es ya sólo una añoranza, incluso para los ganaderos poco ecologistas. Según Turrado, «antes a la gente se les moría una oveja o una vaca, la dejaba en el monte y bajaban los lobos y los buitres, mientras que ahora te la retiran en un camión y tienes que tener mucho cuidado con los que te quedan vivos». Nostalgia.

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