Diario de León

Más vigilancia

El primer lunes que se hizo sábado

La mayor limitación de negocios que pueden abrir y la paralización de las obras provoca que el paisaje en las calles se asimile al que había ya durante los fines de semana del confinamiento

Jorge Carballal, en el estanco que regenta en Burgo Nuevo.

Jorge Carballal, en el estanco que regenta en Burgo Nuevo.

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León

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El sueño de hacer del lunes otro sábado se vive dentro de una pesadilla. La primera jornada de endurecimiento de la cuarentena para restringir aún más las actividades consideradas esenciales devolvió León al escenario del pasado fin de semana. Aunque con una flexibilidad que hoy ya no existirá, la Policía y el Ejército controlaron los principales nudos de comunicación de la capital leonesa, como la avenida Reyes Leoneses, el puente de los Leones o San Ignacio de Loyola, para advertir de que a partir de ahora no caben las excusas para justificar el libre albedrío, ni hay coartadas para mantener activos los trabajos que se han quedado fuera del BOE noctámbulo de medianoche del domingo. «Ahora, va en serio», recalcan los agentes.

Dentro del catálogo salido de los despachos de la Moncloa tienen espacio los estancos. Con la entrada abierta, Jorge Carballal espera a que entren clientes. Son las 11.20 horas y apenas han pasado por caja «20 personas». El domingo «sí hubo más follón porque la gente no sabía» si los establecimientos de venta de tabaco «iban a ser esenciales o no». «Por eso la gente se llevaban el cartón, en lugar de un paquete. Aunque me temo que a muchos de esos no les volveré a ver en unos días», concede el estanquero, quien reconoce que prefiere que «se compre para más días y que la gente no lo utilice como una excusa». «Pero el españolito medio…», deja caer, después de explicar que «las ventas han bajado de una semana a otra de manera consecutiva, sobre todo en zonas como el centro», mientras que «en los barrios parece que hay más». «Hay poca gente, aunque demasiada para lo que debería», sentencia desde el mostrador de su comercio, en Burgo Nuevo. A la puerta apura el cigarro uno de los compradores habituales que vive en el entorno antes de pasar a reponer existencias. «Es que en casa hay niños pequeños y no me dejan», se excusa.

En el casco histórico apenas se ve gente con perros o que va a comprar. JESÚS F. SALVADORES

Por detrás llega Rosa Luque, que viene a por el periódico, «como todos los días», y además aprovecha para que le «dé el aire». «Vivo sola, estoy sola todo el tiempo. Dime tú. Eso sí, hablo por teléfono continuamente. Las operadoras de telefonía de esta se van a forrar», ironiza sin tiempo que perder para continuar con los recados y guardarse en casa. Poco más adelante, en «Chic by Rosa Vales», que ya cerró en el primer corte, un cartel reflexiona sobre que «todo pasa por algo», aunque apenas hay clientes que pasen por delante.

Menos aún tiene Luis Ye en la tienda de alimentación oriental «Asia», en la calle Vázquez de Mella, dentro del barrio de La Palomera. El vendedor se protege detrás de una cortinilla de plástico transparente improvisada que cuelga desde el dintel de la puerta hasta la altura de la mesa que tiene entrampada para que no se pueda acceder al interior. Desde ahí atiende a los clientes, que «han bajado mucho» y que compran «lo básico» en un comercio que anuncia en su cartel la oferta de «frutas, bebidas y comida china». Nadie les ha faltado al respeto, ni les ha acusado de nada, señalan los dueños del establecimiento, asentado desde hace años en la zona.

Cartel en tienda del Burgo. RAMIRO

Pese a la merma tampoco cierra la trapa Francisco Baez del locutorio «La Palmera», en la calle José María Fernández, a la altura del cruce con Batalla de Clavijo. A media mañana, no hay nadie dentro más allá del dueño, que calcula que apenas le quedan «un 10% de los clientes normales». Los que resisten, en su mayoría, acuden al establecimiento para «envíos de dinero o para recibirlo», sobre todo de «Latinoamérica», explica el responsable del negocio. En el mostrador de se ofertan bebidas de todo tipo, que ahora «no se venden nada» y productos de alimentación, además de que tiene al fondo una decena de sillas y mesas, divididas por cubículos, con un ordenador en cada uno. «Ahí sólo les dejo si es para sacar un documento. Si es para sentarse a mirar cosas, les digo que no se puede», ataja.

Fuera del horizonte de los cubículos queda el joven que pasa por delante del edificio Europa. La empresa de telemárketing en la que trabaja llamó el domingo a los teleoperadores para que pasaran por las oficinas, distribuidas en tres plantas del inmueble, a coger los ordenadores con los que trabajar desde sus domicilios. «Dos semanas después, lo hemos conseguido», celebra camino de poder quedarse en casa durante la cuarentena.

 

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