Diario de León

Los poblados del carbón (4- Poblado Diego Pérez)

El barrio del minero que ‘dio el salto’ y el jubilado que hace cestas con trenzas de plástico

El poblado Diego Pérez, donde el Ayuntamiento acondiciona una casa-museo, todavía alberga a la quinta parte de los habitantes de Fabero

cortesía ayuntamiento de fabero

cortesía ayuntamiento de fabero

Ponferrada

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Una habitación llena de muñecas. Un mecánico jubilado que lo arreglaba todo y a sus 95 años todavía hace cestas con trenzas de plástico. Una casa de acogida para mujeres maltratadas por sus parejas. Y un minero portugués que ‘dio el salto’ en la frontera para trabajar en las minas de carbón del Bierzo. Si la historia del poblado Diego Pérez —las 250 viviendas levantadas en 1954 por Antracitas de Fabero para alojar a sus trabajadores— fuera un rompecabezas estas son las piezas que bien colocadas ayudarían a componerla.

Empezamos en la frontera. La linde que separa la provincia de Orense con Portugal, entre las localidades de Feces de Abaixo y Vila Verde da Raia, sigue el cauce de un arroyo de caudal escaso bien llamado Río Pequeno (con ene). Los portugueses que venían a España para trabajar sin papeles en las minas de carbón, en los meses posteriores a la Revolución de los Claveles, solían decir que ‘daban el salto’ cuando cruzaban el arroyo sin pasar por la aduana. Y eso es lo que hizo Noribal Barreira a los 19 años; dar el salto sin cumplir el servicio militar para venirse a trabajar a Antracitas de Fabero en 1976.

Ropa tendida . L. DE  LA MATA

«En un bar de Vila Verde, un hombre me pidió mil escudos (dos mil pesetas de la época) para pasarme al otro lado», le cuenta al periodista mientras caminan por las calles rectas del poblado donde todavía reside o está domiciliada la quinta parte de la población de Fabero; y esos son unas ochocientas personas, según las estimaciones de la alcaldesa, Mari Paz Martínez, que también se une al paseo.

Pero el Río Pequeno que separa España de Portugal, como revela su nombre, es todo lo contrario del Río Grande que cruzan los ‘espaldas mojadas’ que quieren llegar a los Estados Unidos desde México y alguien le echó un cable al joven Noribal para que no le timaran. «‘No seas tonto’, me dijeron, ‘vas por ese camino, cruzas el arroyo y ya estás en España sin tener que pagar nada’». Y así lo hizo mientras su hermano pasaba la frontera de forma legal y le esperaba en Feces.

Noribal y Olga y su colección de muñecas . L. DE LA MATA

Noribal, que había crecido en un arrozal de Limpopo, en la colonia portuguesa de Mozambique, hasta que su familia regresó a Portugal tras la independencia, comenzó trabajando de ayudante minero en Antracitas de Fabero y después de 23 años se jubiló como estemplero. Antes de que la empresa a la que acabó comprando la vivienda le ayudara a regularizar su situación —«me enteré de que se podían pedir prórrogas de la mili y pagar para licenciarme»— más de una vez realizó Noribal el camino de vuelta a Portugal a través de Río Pequeno para ver a su familia. Ya nadie le pedía dinero cuando regresaba a España, pero había mujeres que se ofrecían a pasar a los hombres a caballito para que no se mojaran los pies en el río y a cambio recibían una propina, recuerda. Eran los años en los que los portugueses que venían a trabajar en la minería del carbón cambiaban la demografía del Bierzo y empresas como Antracitas de Fabero, que necesitaba mucha mano de obra, llegaban a enviar a emisarios de confianza en taxis al país luso para que volvieran con trabajadores.

A Noribal, que vive en una de las viviendas del poblado con su segunda mujer, Olga de Fátima Vieira, de nacionalidad portuguesa, se le ve hoy orgulloso de su hijo Maikel Barreira, un consumado l uthier que fabrica instrumentos musicales con materiales de reciclaje. «Búscalo en internet», le pide al periodista para que vea que Maikel tiene certificado de artesano dedicado a la «elaboración de instrumentos musicales de arco, teclado y cuerda pulsada».

Y con material de reciclaje como son las tiras de plástico de los embalajes fabrica cestas artesanales el mecánico jubilado Armando Aguiar, que tiene 95 años y se sienta en un banco en los jardines del poblado para decirle al periodista que todavía se pasa ocho horas al día —dos cestas diarias— entretenido con una afición que la ha permitido mantener los dedos ágiles.

—Pero usted no se ha jubilado, hombre...

Y Armando, que ha venido con su yerno y camina con un bastón, se ríe.

Armando Aguiar abrazado por su yerno. L. DE  LA MATA

Nacido la aldea lucense de Diamonde, en la parroquia de Sabiñago, Armando Aguiar nunca ha vivido en el poblado Diego Pérez, pero siempre ha estado muy cerca. «Si los capataces tenían un problema con las tuberías ahí me llamaban a mí», cuenta.

Pero Armando, que no ha dejado de arreglar cosas desde que «le cogió el truco», son sus palabras, a la máquina de majar hierba que su padre compró cuando tenía 17 años, fue mucho más que un fontanero. Y en Antracitas de Fabero, a donde llegó en 1952 para ayudar a completar el pozo vertical, también lo vieron. Por algo que le enviaron a Alemania en 1961 para comprar los dos primeros ‘cepillos’ (máquinas perforadoras) que funcionaron en una mina española.

—¿Pero usted sabe alemán?

«No».

—¿Y cómo se las apañó para comprar las máquinas?

«Pues me las apañé. Y me fui yo solo a Westfalia». Y ríe de nuevo.

Y por algo, también, habían ido a buscarle a Teruel cuando, harto de cobrar poco, encontró un empleo en una mina lejos de Fabero. Tenían una avería muy grave en el Pozo Julia, recuerda. La jaula que bajaba a los mineros «se les había despeñado» y no encontraban la forma de ponerla de nuevo en funcionamiento. «Me vino a buscar el ingeniero y en dos días puse la máquina en marcha y me doblaron el dinero». Y Armando, que regala sus creaciones de plástico, no se va contento hasta que el periodista no acepta dos cestas bien trenzadas.

Entrada al poblado Diego Pérez junto al jardín. L. DE LA MATA

Ciento treinta y un millones de las antiguas pesetas fue el presupuesto que en 1997 sirvió para urbanizar el poblado Diego Pérez, según los datos que aporta Manuel Enríquez, durante años corresponsal de Diario de León y de Radio Bierzo en la cuenca de Fabero. El empresario Victorino Alonso acababa de hacerse con la propiedad de Antracitas de Fabero y firmaba un convenio con el Ayutamiento para que las ayudas del primer Plan del Carbón aportaran el 60 por ciento del presupuesto. A cambio, los viales y el parque donde en otro tiempo sonaba música ambiental pasaban al Ayuntamiento. Muchos mineros que pagaban una renta limitada compraron entonces sus viviendas. «Aquí vamos a reproducir una vivienda minera», le cuenta ahora la alcaldesa al periodista mientras le enseña, junto al ex minero Juan Alegría, el inmueble que reforma el Ayuntamiento. El suelo, la cocina de carbón, las contraventanas de madera pintada de verde, el retrete ‘de pie’ y la ducha, enseñan cómo eran las viviendas de dos, tres y cuatro habitaciones que el empresario Diego Pérez construyó en una explanada de 48.00 metros cuadrados a las afueras de Fabero, dentro del Plan Nacional de la Vivienda.

Poblado de acogida

En una de esas casas sigue viviendo hoy Noribal y su esposa Olga, toda una coleccionista de muñecas. Los dos posan para este periódico en una habitación llena de barbies, nacys, barriguitas y otros modelos. «Le hice las estanterías hace cuatro años», cuenta el minero jubilado.

Y en la linde del poblado, edificada en un terreno que cedió la empresa, hay otra casa donde viven mujeres que en algún momento fueron tratadas como juguetes. Mujeres víctimas de violencia de género que se refugian y se rehacen, y ese sí es un rompecabezas que hay que recomponer, en la casa de acogida de Las Hermanas de María José y de la Misericordia. De alguna forma, la labor de las monjas que llegaron en 1964 desde Limoges para abrir un colegio, después una residencia femenina y finalmente la casa de acogida actual, encaja bien con la fraternidad que tanto echan de menos los primeros habitantes del poblado. Mineros jubilados, esposas, hijos, hijas, nietos de los trabajadores del carbón, quizás idealicen aquella hermandad entre vecinos con el paso de los años. O no.

«En 1984 yo trabajaba de estemplero en el turno de noche y mi mujer estaba a punto de dar a luz. ‘Si te sientes mal, me tocas al tabique y me levanto’, se ofreció mi vecina Juani para que estuviéramos tranquilos. Marisol rompió aguas justo antes de las siete y cuando volví de la mina, mi vecina y su marido ya me estaban esperando para llevarnos al hospital en su coche», cuenta Juan Alegría. «Entonces éramos una gran familia en el poblado, ahora no tiene nada que ver», dice, nostálgico, del día en que nació su hija Bárbara, no podía llamarla de otra forma.

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