Diario de León

FRAGUA DE FURIL Manuel Cuenya

Desde esta orilla mitológica

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Desde esta orilla mitológica que es el Bierzo vemos el islote de Perejil como una «tierra de nadie», o mejor dicho, un lugar de todos. Y nadie debiera apropiarse de ella. Ni marroquíes ni españoles. No está el horno para bollitos preñaos. Nuestro país se está ganando la enemistad del «Morocco», y eso, a fin de cuentas, no nos interesa. No nos interesa tener un vecino hostil, habida cuenta de la situación terrorífica que estamos viviendo en este cosmos completamente trastornado. Uno, tal vez desde su idealismo trascendental, nunca ha creído en los despliegues militares ni en las imposiciones por la fuerza. «Moro por la fuerza nunca buen cristiano», se decía antaño, y acaso se siga diciendo. En este momento nos pilla bastante alejados del mogollón isleño y beligerante, luego poco sabemos acerca de la verdadera situación que se está viviendo allá, en medio del estrecho marino. Y como tampoco nos fiamos de lo que nos cuentan, nos sentimos como fuera de juego. Sabemos, aunque seamos unos ingenuos, que nunca, o casi nunca, los acontecimientos son como nos los pintan. Cada cual cuenta en la feria cómo le va en ella. Y la objetividad de los hechos se acostumbra a pasar por el forro doblado de los cataplines redoblados. Doble desdoblamiento de pareceres y acontecimientos. Así se suele reconstruir lo real percibido, lo irreal reinventado, esta realidad hecha de absurdos y burradas. Por otra parte, hace tiempo, mucho tiempo, que asistimos a una tensión diplomática entre Marruecos y España. Y eso acaba notándose en el ambiente. Una tensión que ahora detona en el islote Perejil. Y que puede seguir reventado por todos los agujeros negros de este universo hasta la explosión final. A los islámicos, y concretamente a nuestros vecinitos marroquíes, nunca se les ha mirado con buen ojo en nuestro país. Sin embargo, ellos siguen empeñados en cruzar el estrecho en pateras, a nado, o enjaulados en algún avión. Al precio que sea. La política que ejerce el nuevo y joven monarca marroquí, cuya reputación es harto dudosa, no ha cambiado la situación socio-económica de su Reino, ni parece que tenga nobles intenciones de cambiarla. Los pobrecitos continúan en la más absoluta y aberrante pobreza, tirados en el fango de las penurias. Y los ricos, venerados por sus odaliscas, sobrenadan en los «hamanes» lechosos de la eternidad. Lo que más lamentamos de todo este embrollo es que a partir de ahora, si se nos ocurriera darnos un garbeo por Marruecos, tendríamos que andar con pies de plomo. Pero al menos nos queda la nostalgia de nuestro último viaje a Marrakech y al desierto.

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