Diario de León

Los poblados del carbón (3-El Escobio)

El poblado del minero de ojos verdes y los cerezos en flor

Una quincena de familias todavía vive en la barriada ruinosa del Escobio, construida en la carretera de Páramo, a la orilla del carbón

Fernando Carvallo Barreira, minero jubilado que llegó al Escobio en 1971, vuelve a casa con un caldero de huevos frescos de su gallinero, al otro lado de la CL-631. L. DE LA MATA

Fernando Carvallo Barreira, minero jubilado que llegó al Escobio en 1971, vuelve a casa con un caldero de huevos frescos de su gallinero, al otro lado de la CL-631. L. DE LA MATA

Ponferrada

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Un caldero de huevos frescos, cien gallinas al otro lado de la carretera y los cerezos en flor porque se adelanta la primavera; un jubilado de ojos verdes, el pelo rizo teñido de rojo y la piel de ébano, retirado por la caída de un costero en la mina de Cerredo; gatos rubios, ventanas de madera por donde también se asoma la miseria; un cine cerrado; un encerado en una escuela vacía donde alguien ha escrito un insulto y dos frases motivadoras; y un niño rubio, como los gatos, que se llama Kevin, tiene siete años y en la mañana del Jueves Santo juega solo en el poblado minero del Escobio, vencido por el final del carbón.

Que la vida continúe en los siete pabellones de viviendas construidos hace más de sesenta años por el empresario minero Victoriano González puede parecer un misterio, ahora que no quedan minas en explotación y la mayoría de las casas tienen un aspecto decrépito. Si lo fuera, estas son las pistas que quizás ayuden a resolverlo.

La primera pista es la de los huevos caseros que trae en un caldero el minero jubilado Fernando Carvallo Barreira, que vino desde Portugal para picar carbón en el Bierzo. El caldero está lleno. «Es que tengo cien gallinas», cuenta a la entrada del poblado, después de cruzar la carretera 631 que une el Bierzo con Laciana a lo largo del Sil. Carvallo vivía en una casa sin luz ni agua corriente en Torres Novas, cerca de Lisboa, y cuando llegó a Páramo del Sil en 1971 las viviendas de Victoriano González, con sus cocinas de carbón, le parecieron un avance notable. «Esto era un lujo», interviene el alcalde, Ángel Calvo, que sirve de guía. «Cuando los pueblos estaban sin asfaltar y sin alumbrado, aquí tenían hasta un cine y en Navidad repartían regalos a los hijos de los mineros». No es de extrañar que el poblado contara con su propia escuela y que algunos chavales de Páramo vinieran a jugar partidos de fútbol con los del Escobio.

El Escobio tenía su propio cine, hoy en ruinas, rodeado de cerezos en flor. L. DE LA MATA

También había «mala gente» en aquellos años en el poblado. Mineros que estaban de paso porque era muy fácil cambiar de empresa. No era raro que hubiera bronca en El Escobio y «alguna vez, la Guardia Civil tuvo que bloquear la carretera porque volaban sillas en medio de una pelea», recuerda Calvo. Y Fernando Carvallo, que se jubiló a mediados de los noventa, se va con los huevos frescos a su casa después de contarle al periodista que hace unos años se las tuvo que ver con un gato salvaje, quizás una gineta, que cada noche le mataba dos gallinas. «Solo les comía la cabeza y las dejaba allí», dice. Hasta que se cansó.

El minero de los ojos verdes y la piel de ébano —vamos con la segunda pista— viste pantalones amarillos, lleva el pelo rizo teñido de rojo —«mi color natural es rubio», le dice al periodista, que le mira asombrado— y nació hace justo cincuenta años en la isla de San Vicente, en el archipiélago de Cabo Verde. Se llama Silvestre Varela y mientras se forma una tertulia vecinal en la calle, cuenta que está cojo desde que hace siete años le cayó un costero en una pierna cuando apenas llevaba una semana trabajando en la mina de Cerredo, hoy sin actividad. Silvestre, que colocaba un bastón hidráulico para sujetar el terreno, tuvo los reflejos necesarios para echarse hacia atrás cuando se desprendió la roca, que le alcanzó en la pierna izquierda. Ahora lleva un clavo en el hueso y tiene los ligamentos afectados. Sus ojos verdes, su pelo rubio y rizado antes de teñirlo de rojo, siempre han llamado la atención. «Pero no soy albino» puntualiza. «Mi hermano mayor tiene la piel más oscura y los ojos azules». ¿Y eso?. «Algún marinero que pararía por Cabo Verde», se ríe. Y sentado junto a su pareja, Orlanda Miguel, de origen portugués, empieza a charlar con sus vecinos. En El Escobio, otro poblado minero en el limbo legal que solo es una sombra de lo que fue, apenas viven una quincena de familias —solo algunos son jubilados de la mina— y la época de las broncas está muy lejos.

Orlanda Miguel y Silvestre Varela, el minero de los ojos verdes, sentados en una calle del Escobio. L DE LA MATA

Otro caboverdiano jubilado del carbón, Adelino Dos Santos, camina por la calle central con un caldero lleno de sobras. «Le voy a dar de comer a las gallinas», dice mientras hace el camino inverso al de Fernando Carvallo. Pero no quiere salir en la foto porque calza botas de goma y viste ropa de trabajo.

La tercera pista asoma en un balcón y es la misma mujer que hace seis años le mostraba al periodista a su hijo Kevin en la puerta de su casa mientras posaba para un reportaje anterior. Su nombre es Augusta Rodrigues, tiene 38 años, se casó «a los 15 a punto de los 16» y ni ella ni su marido tienen trabajo, ni ingresos, y viven en uno de los pisos semirruinosos del poblado porque no se pueden permitir el pago de un alquiler. Augusta, también es de origen portugués, aunque ya cuenta con la nacionalidad española, tiene a dos niños pequeños a su cargo —el mayor, de 23 años vive en otra casa del poblado— y sonríe en el balcón mientras le hace carantoñas a una de sus cuatro gatas, que se llama Rubia. Pero cuando se sienta un momento en la escalera no esconde lo desanimada que se encuentra. «A veces ni me apetece levantarme de la cama», dice.

Arriba, Augusta Rodrigues sostiene en brazo a su hijo Kevin a las puertas de su casa en una foto de septiembre de 2015. Abajo, Augusta y Kevin seis años después en la ventana de su casa. ANA F. BARREDO / L. DE LA MATA

Quizá la pista decisiva para resolver el misterio del Escobio sea la de su hijo Kevin, que se tapa la boca y la nariz con una mascarilla para salir a la calle, donde florecen los cerezos. Antes, eso sí, le ha tirado un beso espontáneo al periodista. Kevin, vivaracho, suele jugar con tres niños de su edad que también viven en el poblado. Pero cuando llega a la calle, lleno de entusiasmo, solo se encuentra con la tertulia de los mayores.

Muchos de los gatos del Escobio son rubios. L DE LA MATA

El final, como hace seis años, está en el último encerado del Escobio. Alguien ha escrito ‘Hija de puta’ con tiza blanca en el tablón verde que todavía cuelga de la pared de una de las dos aulas vacías de la escuela, donde todavía estudiaban 28 niños en 1995. Y alguien más ha dejado dos frases más abajo. «El Escobio en el corazón», se lee. «El Escobio es de todos, no lo estropees». Y parece la caligrafía de un niño.

Augusta Rodrigues hace carantoñas a su gata Rubia. L. DE LA MATA

El empresario Victoriano González construyó siete pabellones de viviendas en la orilla de la carretera que une El Bierzo y Laciana hace más de 60 años. L. DE LA MATA

Kevin jugaba  solo en la barriada del Escobio el día de Jueves Santo. L. DE LA MATA

"El Escobio es de todos, no lo estropees", alguien ha escrito en el último encerado de la escuela vacía. DL

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