Diario de León
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(A Juan Martínez Ruano. Castilfalé) Cuando alguien muere, cuando nos parece que todo está perdido, cuando la persona ya no va a estar nunca más, llega hasta nosotros una especie de vacío en el que las palabras pierden el sentido y el silencio invade lo que ya son recuerdos. Después de que pasa todo, uno intenta traer a la mente a la persona, a lo que vivió con ella, a lo que no se dijo o se dijo de más. Y en ese ir y venir del pensamiento afloran los sentimientos más sinceros. Los que de verdad estaban instalados en el corazón. Los que parecían que se escondían entre la envidia, los rencores o los encontronazos. Aquellos que se guardaban de nuestro consciente para preparar el sustrato del verdadero afecto, a pesar de lo que hubiese sido o pasado. Cuando la persona que se va y es cercana, es cuando se pone de manifiesto las ausencias que nos separaron, las presencias que nos unieron y los montones de silencios que debieron de haber sido llenados de palabras con sentido. También, los afectos no expresados; sobre todo esos. Y es que nos cuesta dar besos, estrecharnos en abrazos, tomar la mano, apretarla o simplemente mirar con cariño a los ojos. Gestos sencillos y tan complicados a veces. La cultura condiciona la expresión de los afectos, les dirige y les particulariza. Luego, el hogar se encarga de prestarnos modelos en la infancia en los cuales captamos, con inmediatez inédita, hasta el último gesto presente o ausente, que se profesan nuestros padres. Lo que se permite y lo que no, lo que se normaliza o se ridiculiza, lo que se penaliza o se ensalza. Y eso, aunque nos pese, lo repetimos a lo largo de la vida. Por eso, es tan importante dejar que el corazón se exprese con libertad serena. Que sea él quien elija a quién a amar y cómo hacerlo. Que sea el que hable sin palabras y una sin ataduras. Por eso, cuando alguien se va y estamos instalados en el “después de todo”, entendemos por fin que lo que queda es solamente eso. El lenguaje de lo que hayamos amado o de lo que hayamos evitado, eludido o rodeado de amor. A ti Juan, que viviste sin hacer ruido y que te fuiste del mismo modo. A tu larga vida llena de trabajo y silencios. A tu mundo interior que salía a borbotones por tu mirada. A esa sonrisa tuya que no olvidaremos. Felicidad eterna. M. Dolores Rojo López

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