Diario de León
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El baile del ahorcado Cristina Fanjul
León

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Albert Camus siempre escribió de lo mismo, de lo único que importa en realidad, podría decirse que de nada, que es lo que cuenta la literatura de verdad: el envase vacío que cada día abrimos con la esperanza de que llegue un momento en el que por fin descubramos lo que no existe. El primer hombre es el testamento del hijo de la española, el premio Nobel que falleció sin terminar la obra que engloba o, mejor, que explica todo lo demás. No hay nada igual para descifrar La Caída, El extranjero, Las ratas, Sísifo o El hombre rebelde que contemplar al niño que fue por las calles sucias de Argel. La novela más íntima del filósofo nos muestra las razones de su vocación por los débiles, su madre —hay personas que justifican el mundo—, la limpiadora menorquina que no sabía leer y a la que dedicó los textos más bellos del libro; Germain Louis, el maestro que descubrió que aquel pied noir debía obtener la beca que hizo que el existencialismo se conjugara con la ‘p’ de piedad, el mismo que le comunicó que no había nada más sagrado que mostrar a los niños el camino para encontrar «su verdad».

Camus abre la intimidad de su infancia, muestra el sol argelino que le libró de resentimiento, y sus palabras nos conducen por escenarios embutidos de nombres comunes. La vulgaridad de todos esos grises demuestran que la vida es, en el mejor de los casos, el ajetreo de miles de rutinas, un caos de naderías, un puzzle de pensamientos desencadenados por tiempos muertos, los mismos que revelan que la fraternidad es un sentimiento que sólo sienten los exiliados, que ese anhelo es una de las pocas cosas con las que siempre podremos contar.

Nada, no ocurre nada. En El primer hombre, tampoco. Un soldado muere por un país que nunca llega a pisar y su hijo, un niño que juega junto al Mediterráneo, siempre se sentirá un extranjero. Encore. Entre la justicia y mi madre... las bombas siguen estallando porque lo hicieron una vez. En Argel, en Madrid, en Siria aún hay niños que duermen junto a su abuela porque no tienen donde hacerlo. Albert Camus no se acaba nunca.

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