Diario de León

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Humildad se llamaba el haya

El montañés Saturnino Alonso Requejo expone en el Museo de Riaño un impactante Cristo tallado a partir de un arbolón de 4,40 metros de altura

El Cristo del Haya de la Humildad, obra del polifacético artista Saturnino Alonso.

El Cristo del Haya de la Humildad, obra del polifacético artista Saturnino Alonso.

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emilio gancedo | león
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Cuando era árbol, nadie se atrevió nunca a cortarle ni una astilla, tal era la veneración que los paisanos de Remolina sentían por esta hayona de generoso ramaje y firmes raíces. Tan sólo una vez caída a causa del duro clima y los muchos años, la famosa Haya de la Humildad pasó por el hacho y la lesna ; pero su destino no fue el de calentar, en la lumbre o en la hornilla, una casa montañesa cualquiera, sino convertirse en un impresionante Cristo crucificado gracias a las hábiles manos del artista Saturnino Alonso Requejo.

Ahora, todos los visitantes del Museo de Riaño pueden contemplar el resultado del trabajo, el talento y el respeto proyectados sobre un árbol de 4,40 metros: una figura impactante no sólo por sus proporciones sino también por su expresión serena y la belleza de la propia madera de haya, variedad muy propia de la Montaña Oriental. Alonso Requejo es un creador polifacético: artesano, escultor, pintor y autor de la novela histórica Tridio Alonge , que sumerge al lector en los tiempos antiguos, cuando la valerosa gente vadiniense poblaba estos valles.

Desde el Museo de Riaño recuerdan la leyenda que envolvía a este haya transmutada ahora en icono: «Yendo la Virgen, San José y el Niño al destierro camino de Egipto, al llegar a los montes de Remolina se presentó por los Picos del Diablo un nublado negro como un pecado mortal, y comenzó a caer una tormenta de pedrisco sobre el hayedo de Remonda y Los Vallines como jamás habían visto los más viejos del pueblo. Fue entonces cuando la familia encontró aquella corpulenta hayona y se refugió bajo ella para averarse . Al instante, aquel haya maternal empezó a doblar sus ramas hacia el suelo, como si fuera un enorme paraguas, para que ni una gota de agua se colara dentro. Y hasta la misma burra Agar quedó amparada, y le daba a José topadas en la espalda para que se percatara de que también ella estaba allí. Luego José encendió una buena lumbre y María se puso a amamantar mientras la burra ronchaba los berros que le había apañado José en el Fontón de los Vallines».

«Ésta es la historia que nos contaban cuando éramos rapacines en aquellas largas hilas . Y lo cierto y verdad es que nadie nunca puso nunca su hacha sobre el Haya de la Humildad», rememora el riañés Antonio González.

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