Diario de León

El baile del ahorcado

Ni medio polvo

León

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Los veo siempre cuando llego de trabajar. Los veo a medio día y por la noche, otra vez, algunas veces, muchas, puede que en ocasiones sea el recuerdo el que me lleva a pensar que ese día, también, los acabo de ver. Los veo en invierno y verano, siempre, los veo siempre fuera, a la entrada, como los grupos de árabes que se sientan a la puerta de esos cafés hueros de vida en los que el rastro de la mujer sólo se ve en la huella que su ausencia ha horadado en la ruina de los hombres.

Me imagino los decorados en los que estarán sus mujeres, el escenario que compartirán con sus novias, sus madres, a veces, también, pienso en los breves momentos con sus hijos, aunque otras, otras veces, cada vez que los veo, creo que no, que cuando algo es demasiado obvio es porque en realidad lo es, obvio, elemental, demasiado corriente como para delatarse en otros matices, excesivamente evidente como para ser destilado en emociones que no les corresponden. No, en ocasiones, cuando los veo, pienso que la realidad no es como yo quiero que sea, que hay desnudos que no son el prólogo para nada más, que la realidad es tan burda como lo que tus ojos te muestran. Una vez, incluso, cuando me iba acercando al árbol que se abre a Juan Madrazo, me acordé de la novela de Tahar Ben Jelloun, L’enfant de sable, ese poema sobre la identidad, y pensé en los mágicos algoritmos que la mente es capaz de crear cuando la liberas de la razón. Fue un momento. Luego, ellos, otra vez.

El jueves los vi otra vez, igual que siempre, en la misma posición de siempre, como un recuerdo disecado por la taxidermia del aburrimiento, sólo que en esta ocasión ellos me vieron a mi. ¡Qué guapa!, con ese recochineo del que lo hace porque sabe que tras el eco de su necedad ya no tendrá nada que hacer. ¡Qué guapa! —repetía el corifeo—, el estruendo del acosador que prevé que la resaca le devolverá una mueca de disgusto. Y, otra vez, de nuevo, al día siguiente, sólo que esta vez, los gallos no piaban. Habían pixelado su primitiva masculinidad para difuminarse con las que —pensé— os cortarían la cresta si vieran la escena de ayer. No me miréis más, anda.

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