Diario de León

Carlos Gancedo: Laciana local, Laciana universal

El último filántropo leonés, heredero del espíritu de la ILE, fallece a los 80 años

Imagen de Carlos Gancedo mirando el valle desde su residencia de Villablino. VDR

Imagen de Carlos Gancedo mirando el valle desde su residencia de Villablino. VDR

Publicado por
Víctor del Reguero
León

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Hablábamos de Laciana, la de entonces, la de ahora. Nos condolíamos de una realidad que todos los indicadores mostraban en el horizonte, como parte de la minoría absoluta que no creía en las promesas del paraíso que acataba la mayoría. Soñábamos con los valores de la Ilustración como una de las esperanzas para una tierra que necesitaba compromisos y alternativas para confiar en sí misma y en otra realidad posible.

Estoy hablando de las dos últimas décadas, un tiempo en el que Laciana ha cambiado totalmente. El valle, noqueado por el final de la minería y su traslado al resto de la actividad económica, vive un declive que continúa. No creo que haya varitas mágicas ni soluciones exprés, pero es un hecho que se han dejado perder demasiadas cosas y que no se han aprovechado en su dimensión las posibilidades de la cercanía y disposición de ciertas personas. Una de ellas, Carlos Gancedo-Rodríguez Carazo, que acaba de fallecer.

Mecenas

«Cualquier propósito en el que pudiera echar una mano contaba con su estímulo y ayuda»

El niño que había nacido en el Madrid de marzo de 1939 mientras sobre la capital sitiada caían las últimas bombas de la guerra, creció en una España de miseria, aunque la suya fue en ese contexto una familia privilegiada. Sus antepasados habían fundado negocios de éxito de curtidos y tapicerías (Rodríguez Hermanos, Almacenes Rodríguez, etc.), entre otros ramos del comercio, los que por distintas razones tocaría cerrar a su generación. Su educación en el Colegio Estudio, el único que pudo prolongar la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza durante la dictadura franquista, le marcó totalmente. A él ha seguido ligado de por vida, no solo continuado por sus hijos y nietos —el fruto de la familia que formó junto a María López Ribé—, sino a través del Club Deportivo Estudio, donde trabajaba para inculcar los valores del deporte en los niños y disfrutaba de su favorito, el baloncesto.

El último de la Institución

Por destino o conciencia, Carlos Gancedo heredó el papel de guardián de la huella institucionista de sus apellidos y filántropo material y moral en un valle cuya historia tanto debe a la Institución Libre de Enseñanza. Quienes le hemos conocido sabemos que su destino y su patria ha sido Laciana: lo local desde lo universal, lo universal desde lo local, el aforismo de Torga. Es paradójico que quien cruzó el Atlántico a vela (navegar era una de sus pasiones) y recorrió tantos países, primero como director de Transfesa, la gran empresa logística del transporte de mercancías por ferrocarril, y luego de la mano del deporte dentro del movimiento olímpico, encontrara en el valle de sus raíces su verdadero lugar en el mundo.

Lo sabía todo de la economía (había aprendido más en las tertulias en el café con su profesor José Luis Sampedro que en el resto de las lecciones en la facultad) y nunca dejó de dedicarse a ella, pero para él la riqueza estaba en la verdad del aire de las brañas, el susurro de los ríos, el eco de los cencerros, el sabor de la cecina, el aroma de la hierba recién segada, las huellas de los osos, la calma de los mastines, la magia de la nieve. Olores, sabores y sonidos primitivos y auténticos que impresionaban cada vez más a alguien que no se dejaba impresionar y tampoco pretendía hacerlo, por más que cuando contaba pasajes de su vida —las miserias del mundo de los negocios, su participación en los primeros pasos del diario El País , cualquier anécdota del movimiento olímpico— el relato tomara tintes de thriller.

El tesoro de Laciana

«Para él la riqueza estaba en la verdad del aire de las brañas, el susurro de los ríos, la magia de la nieve»

En tantos días vividos, la mayoría en Laciana, algunos en Madrid, tuvimos la suerte de hacer realidad parte de esos sueños en común, desde la amistad y los afanes compartidos. Son muchos los momentos en la memoria y en gran parte de ellos aflora lo esencial de su personalidad: la discreción como pauta, una sinceridad radical (lo cual, según para quién, puede ser virtud o defecto), una curiosidad natural y una generosidad sin límites. Cualquiera de esos cuatro valores sería en sí digno de mención, y no tanto porque estén en desuso sino porque la combinación de los cuatro era en él una constante, su forma de estar en la vida. En esa combinación, la generosidad iba de la mano de su afán de discreción. Cualquier propósito en el que pudiera echar una mano contaba con su estímulo y ayuda, bajo una única condición: él estaría incondicionalmente, pero sin el menor alarde. Son muchas las cosas que ha ayudado a emprender, sostener, salvar, siempre en segundo plano. Y a estas alturas, desde la convicción de que hay aspectos que es positivo que se conozcan públicamente, pienso que es necesario decir que gracias a él se pudo contar con medios económicos y materiales para muchas cosas en Laciana. Me estoy refiriendo a la residencia de ancianos de la Fundación El Roble de Caboalles de Abajo, al impulso del esquí para niños en Leitariegos, a la presencia en el valle de los campamentos del Club Deportivo Estudio y las Colonias de Vacaciones de la Institución Libre de Enseñanza, al Centro de Acogida de Animales Salvajes de Alfonso ‘El Pajarero’, a la recuperación de algunos elementos etnográficos, a la cesión de La Casona para el Mercau Tsacianiegu, a varios proyectos del Club Xeitu (recuerdo los días inolvidables que pasamos, en la hospitalidad de su casa, rescatando del olvido a Amós Salvador y años más tarde trabajando en una carpeta de acuarelas con Álvaro Toledo), y a otros muchos aspectos de una relación que sería interminable.

Un helicóptero para el Feixolín

Vuelvo al principio, a la Laciana de entonces, nuestras preocupaciones y esperanzas compartidas, para contar algo que nunca he contado. Cuando en 2005, las primeras resoluciones judiciales declararon ilegal la explotación a cielo abierto de El Feixolín, cuya historia habíamos publicado en la revista «El Mixto» contra todo y contra todos, la prohibición de que se siguiera extrayendo carbón fue burlada con la complicidad de las administraciones. Algunos medios de comunicación publicaron que los camiones continuaban saliendo de la mina cargados de carbón, pero los intentos de plasmar en fotografía que la explotación no había cesado fueron imposibles: la corta se convirtió en un fortín, con un impresionante despliegue de seguridad y todos los accesos bloqueados con piedras de gran tamaño. Nos planteamos cómo hacer para vencer aquel pulso, al menos simbólicamente, con los medios a nuestro alcance. Carlos Gancedo me dio la solución: «Un helicóptero. Lo buscamos, se hacen las fotos y yo me encargo de los gastos». Lo comentamos a lo largo de varios días, él defendiendo su idoneidad y yo indeciso porque me parecía un exceso, en lo que tal vez fue un error al dejar pasar tal golpe de efecto: no tanto por poder acreditar lo que estaba pasando (lo cual no tardaron en demostrar varios informes oficiales), sino por dar a ver la razón frente a la fuerza a quienes se creían por encima del bien y del mal. Ese era Carlos Gancedo, con quien tantas veces he mirado al mundo desde el valle —lo local desde lo universal, lo universal desde lo local— compartiendo el tiempo que se nos escapa desde la amistad de un gintonic, cualquiera de nuestras montañas o la galería de casa. Sus amigos, sus conocidos, sus vecinos, su valle, le debemos un recuerdo agradecido.

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