Diario de León

El ocaso de una voz regia

Las deslealtades de los condes castellanos sugirieron templanza y mano dura en un tiempo en el que se rendía culto a la espada y se comerciaba con privilegios

«Los condes castellanos abandonaron a su rey en Valdejunquera»

«Los condes castellanos abandonaron a su rey en Valdejunquera»

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C. Santos de la Mota - león
León

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Ordoño II se unió a Sancho I Garcés de Navarra contra el emir de Córdoba. En el año 918 las tropas de ambos monarcas avanzaron hasta el corazón de la Rioja. Allí permanecieron tres días junto a Nájera sin poder tomarla, a pesar de que los cristianos de la región se pusieron de su parte. Sí entraron, en cambio, en Calahorra y en Arnedo y tomaron también la fortaleza de Viguera. Ante este descaro de la coalición entre leoneses y navarros, el emir de Córdoba respondió en 919 enviando contra el reino de León un ejército que salió de Córdoba el 4 de julio de 920 y que ya estaba en Osma el 8 de ese mismo mes, esperando refuerzos de la retaguardia. El rey de Navarra aguardaba dentro de Arnedo, pero viendo que las tropas musulmanas, después de tomar Calahorra se dirigían hacia su capital, se apresuró a ir al norte y unir sus tropas con las del rey de León, quien venía en su ayuda. Aconteció entonces la batalla del valle de Junquera o Valdejunquera, entre Muez y Salinas Oñoro, lugar situado a unos veinticinco kilómetros al suroeste de Pamplona, «y como sucede -dice Sampiro- por causa de nuestros pecados, muchos cayeron de los nuestros, y entre ellos dos obispos, Dulcidio y Hermoigio, que, habiendo caído presos, fueron llevados a Córdoba y luego rescatados por el rey Ordoño». Fue la gran derrota de Valdejunquera, 26 de julio de 920 y que tuvo como corolario la conquista del castillo de Muez, donde según la crónica de Al-Nasir, murieron quinientos condes y caballeros. A su regreso, además, Ordoño encontró muerta a su esposa Elvira. Casó poco después con otra gallega, llamada Aragonta, hija del conde Gonzalo Betótez y de Teresa Eriz, hermana de Ilduara, la madre de san Rosendo, de quien se separó inmediatamente «porque no fue de su gusto». En el verano de 921, más fortalecido, más seguro, pero sobre todo con un resquemor más arraigado debido a la desoladora derrota de Valdejunquera, Ordoño II hizo distintas incursiones por territorio musulmán, volviendo a Zamora con inmenso botín y una venganza relativamente cumplida. Sin embargo había algo que todavía estaba pendiente y de lo que Ordoño no había logrado ni querido olvidarse: la triste predisposición de algunos de sus condes en la batalla y derrota de Valdejunquera ante las tropas musulmanas. Llegó, pues, el momento de pensar en los condes castellanos, y «como era próvido y perfecto -nos cuenta Sampiro- envió a Burgos por los condes que entonces parecían gobernar la tierra. Éstos eran: Nuño Fernández, Abolmondar Albo y su hijo Diego, y Fernando, hijo de Ansur. Vinieron a la cita del rey junto al río Carrión, en el lugar de Tejar y, como dice el hagiógrafo: «El corazón de los reyes y el curso de las aguas en manos del Señor».» Esto debía de ocurrir en el último tercio del año 921 cuando, efectivamente, Ordoño II llamó a los condes, sus súbditos, que gobernaban las mandaciones de Castilla a una junta en Tejar (921), en las proximidades del río Carrión. Sólo sus consejeros podían saber las intenciones y consecuencias de esa junta, pero lo que cabe suponer con muy poco margen de error es que estuvo provocada por una actuación y actitud de los condes de Castilla, pasiva, quizá negligente adrede e incipientemente díscola y disgregadora, en cualquier caso no de franca unidad frente al oponente musulmán. Ferran Soldevila en su Historia de España habla que «los condes castellanos habían abandonado a su rey en Valdejunquera». Y las razones quizá haya que buscarlas desde dos ópticas distintas pero igualmente nítidas: por un lado el embrión creciente de una Castilla díscola, separatista, incómoda desde su fuerza creciente teniendo que ir a dirimir sus pleitos tan lejos de su núcleo, a León, siempre una espina doliente ante su carácter dominador, y, en segundo lugar, el posible pacto hecho entre León y Pamplona por el que se le entregaba a esta última el territorio riojano conquistado. La junta de Tejar concluyó con el apresamiento de los condes, a quienes encadenó y llevó así hasta la corte leonesa, poniéndolos en cautiverio. Ese era el castigo al espíritu levantisco de Castilla. Más tarde se les puso en libertad, de esto existe constancia. Sin embargo nos enfrentamos a teorías encontradas, pues aunque para algunos autores los condes fueron puestos en libertad por su sucesor, Fruela II, para otros como Justo Pérez de Urbel, Ricardo del Arco o Fernando Valls, aquéllos, es decir, los condes, fueron liberados en el año 923, esto es, antes de la muerte del propio Ordoño, pues en ese año los castellanos ya estaban de nuevo en torno a su rey caminando hacia aquellas tierras del sur del Ebro que desde hacía medio siglo eran campo de batalla entre moros y cristianos. En la campaña de la Rioja (923), Ordoño II y Sancho I Garcés de Navarra emprendieron la reconquista de aquella, ganando el leonés la plaza de Nájera para el navarro. Ordoño II funda en ese año el monasterio de Santa Coloma (Nájera, 21 de octubre de 923) y durante esa expedición es cuando Ordoño conoce a su tercera esposa, Sancha, hija del soberano navarro, Sancho I Garcés y de Toda Aznar, afianzando de esta forma su tradicional amistad y alianza con ese reino. En el acto de dotación están presentes Toda Aznar, esposa del rey; Oneca, una hija; García, su hijo; Velasquita, otra de las hijas y algunos magnates. También fue aquí, probablemente, cuando el príncipe Alfonso, hijo de Ordoño II, conoció a la infanta Oneca y a lo mejor cuando se casó con ella. Con su primera esposa, Elvira Nuña, Ordoño II tuvo a Sancho, Alfonso y Ramiro. Durante los primeros años de la Reconquista, ni los soberanos de Asturias ni de León acuñaron numerario. Si circulaban monedas éstas fueron algunos sueldos romanos y francos , y dirhemes y dinares hispano-árabes. Por eso hay q ue acudir al peso y se habla a veces en lo s documentos de sueldos pondere pensatos. Hasta el reinado de Alfonso VI (1065-1072 y 1072-1109) no se sabe que haya habido en León acuñación de moneda (de vellón, que es una aleación de plata y de cobre). En cambio un contemporáneo suyo peninsular, en Cataluña, el conde Ramón Berenguer I (1035-1076) acuñó mancusos de oro (que es la denominación que se le dio a los dinares califales de ese metal) a imitación de los sarracenos. «Es notable -ha escrito Gómez Moreno hablando de León- la pobre nomenclatura monetal, formando un vivo contraste con la opulencia catalana, como síntoma de una escasa potencialidad comercial en León y de poca moneda.» El fin de un reinado Ordoño II murió en León en la primavera de 924, después de nueve años y medio de reinado. Y su reino, con sus ampliaciones y sus mermas propias de los triunfos y de las derrotas de guerra, bien podemos decir que podría estar dentro de una línea imaginaria que trataremos de dibujar dentro de una aproximación general adaptada a estos tiempos y utilizando como referencia, en algunos casos, ciudades o villas de hoy que entonces, simplemente, no existían. El reino de León, pues, abarcaría la siguiente dimensión: toda la costa cantábrica hasta vascongadas donde se topó con el límite navarro, bajaría en una línea ligeramente inclinada a la izquierda hasta Oca y los montes de Oca, inicio de la cordillera Ibérica, a esta altura se abría una cuña que llegaba hasta la confluencia de la cordillera Ibérica con la Central, aproximadamente Soria, bajaría por la cordillera Central, siempre por debajo del río Duero (aquí había una gran franja de terreno despoblado llamada «extremadura» que iba desde los límites del Duero, siguiendo la línea de Zamora, Toro, Simancas y que en la parte meridional finalizaba bien entrada la cordillera Central), se internaría bastante en la sierra de Guadarrama, quizá rozaría lo que hoy es Ávila, pero no parece que llegara a alcanzar la sierra de Gredos. Desde una altura aproximada de la ciudad de Ávila ascendería hasta las proximidades de Ciudad Rodrigo, quizá algo más arriba, para entrar en lo que hoy es el independiente país de Portugal, a la altura de la villa de Pinhel, y descender siguiendo el curso del río Mondego hasta Coimbra y el Atlántico. La línea se completaría recorriendo toda la costa atlántica hacia arriba hasta enlazarla con aquella que iniciamos en la costa cantábrica. No obstante todo lo dicho, lo cierto es que esta enormidad de reino no era más que un espejismo, pues no es que se ejerciera una fuerza influyente y real sobre todo él. Lo que hemos llamado antes la «extremadura», era una amplísima región al norte del río Duero, semidespoblada y cuya buena parte de su población, además, eran bereberes descontentos, contingentes militares musulmanes que acabaron prácticamente sublevándose contra los árabes, y, retrocediendo mucho hacia el sur, abandonando en parte estas tierras a modo de protesta contra el trato de que eran objeto, dirigidos «a una tierra pobre, bajo un clima áspero, mientras que otros invasores habitaban regiones fértiles y resplandecientes», en Historia de España, de Ferran Soldevila.

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