Diario de León

DESAFÍO EN EL ATLÁNTICO. MÁS DE CUATRO MIL MILLAS NÁUTICAS PARA HACER REALIDAD UN SUEÑO

La balada de los obenques

Los navegantes de El Temido III prosiguen su reto tras surcar en la primera etapa las aguas que separan El Rompido en Huelva de Lanzarote, publicado en la edición del Diario de León del 31 de diciembre. El leonés José Luis Conty y sus compañeros de aventura, César, Urtzi y Piedad, iniciaron el día 21 de diciembre su travesía atlántica. Con la ilusión de hacer realidad su sueño y miles de millas que superar a bordo de su embarcación de 15 metros, José Luis cuenta para Diario de León el segundo tramo, de Lanzarote hasta el Puerto de Mindelo en Cabo Verde.

José Luis Conty y Piedad posan con una de las capturas realizadas en alta mar, un atún de 10 kilos.

José Luis Conty y Piedad posan con una de las capturas realizadas en alta mar, un atún de 10 kilos.

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La segunda etapa de nuestro viaje la hemos empezado en Lanzarote y en ella recorremos las mil millas que separan esta isla canaria del puerto de Mindelo, en el archipiélago de Cabo Verde.

Álex Pasquín, un catalán afincado en Lanzarote, esperaba nuestra llegada en Playa Blanca para ayudarnos a reabastecer el barco y hoy, día de nuestra partida, ha hecho sonar la sirena de su velero para despedirnos mientras nos acompañaba en nuestras primeras millas.

Álex es un tipo especial, uno esos personajes de pantalán que no pasan desapercibidos. Largo, muy largo, delgado, pero fuerte, se mueve con esa languidez de los larguiruchos que raya con la descoordinación. Calvo ya, de piel curtida por el sol y por la mar, aparenta más años de los cincuenta y tres que ha cumplido. La mirada limpia, serena, sosegada y azul transmite calma a los que le acompañan y demuestra que no se equivocó hace veintidós años, cuando, como él cuenta, escogió vivir con calidad antes que con dinero o estabilidad laboral. Desde entonces se dedica pasear turistas en su velero y a enseñarles a navegar en las aguas azules del sur de Lanzarote.

Amigo de Urtzi desde hace años, puso a nuestra disposición tanto su tiempo, como su maltrecha furgoneta que nos ha servido para reabastecer el barco en estos tres días que hemos estado en Marina Rubicón.

Tras dejar atrás a Álex bordeamos la costa de Fuerteventura y cuando las luces del faro de la península de Jandia nos quedaban por el través he hecho una última llamada a mi familia para despedirme, porque durante los siete días que tardaremos en llegar a Cabo Verde no tendré cobertura para hablar con Marta y con Emma. Las echaré de menos.

Un día después, al sur de las Canarias, despedíamos el 2014 con una mala noticia. La Estación Radio de Las Palmas emitió un ‘Mayday’ por el canal de emergencia informando del hundimiento, en paradero desconocido, de una embarcación. El aviso nos pedía mantener la alerta pues no se sabía el punto exacto del siniestro, pero bien podía coincidir con nuestra ruta.

Con esa perspectiva, y preocupados por la suerte que hubieran podido correr los náufragos, estuvimos toda la mañana en el exterior del catamarán buscando algún signo que pudiera indicarnos el lugar del accidente.

He oído y leído relatos sobre náufragos, incluso tengo un conocido que ha estado en esa situación y todos coinciden en que no hay nada más emocionante que ver la silueta de un barco que se acerca cuando ya te sientes perdido. Pero si eso es alentador, no hay nada tan deprimente como verlo pasar de largo porque no hay nadie vigilando en el puente para poder verte.

Nosotros nada vimos, pero con la mar tan agitada por el viento y las olas rompientes que en ese momento afectaban a la zona, bien pudimos pasar a menos de cien metros de una persona sin advertir su presencia. Pensar que alguien podía estar en el agua, gritándonos sin que nos diéramos cuenta, me producía una tremenda angustia. Me imaginaba su situación, tan cerca que podría escuchar el viento silbando en nuestra jarcia y nosotros pasando de largo sin verle. Me imaginaba su indignación, su furor, su desesperación y sin embargo no podía dejar de intentar entresacar el estribillo que las notas del viento tocaban para mí silbando ente los cabos. Unos sonidos que me hicieron distraerme con el paso de las horas y pensar, que al no haber más llamadas, los supervivientes ya habrían sido localizados. No volvimos a tener ninguna noticia más.

Es curioso pero cuando el viento sopla entre los quince y los veinte nudos sobre los obenques y la jarcia en tensión, este barco emite un sonido triste, de baja intensidad. Una música de tono ululante y variados matices que parece repetirse con una cadencia determinada. Si supiese tocar algún instrumento me hubiera gustado componer una tonada con sus lamentos, con sus silbidos graves alternados con otros de tono algo más agudo, casi siempre repetidos, relajantes. Para mí, esta canción, que he bautizado como “la balada de los obenques”, es la que anuncia la mano amiga del viento que te empuja y la que te advierte, cuando sus lamentos lúgubres se tornan en aullidos alarmantes y agudos, que el viento está aumentando peligrosamente y que el barco va a empezar a crujir y la mar se volverá estruendosa anunciando tormenta.

Y justamente eso fue lo que pasó durante la tarde del último día del año. La dirección del viento cambió y su intensidad subió. Un viento caliente procedente del desierto del Sahara y cargado de arena empezó a azotarnos al caer la noche. La altura de las olas fue subiendo y la superficie ya agitada, pero todavía ondulada del mar, perdió su relativa mansedumbre y fue transformándose en una línea quebrada de crestas rompientes y gran envergadura que nos quitó a todos las ganas de celebrar la Nochevieja y el Año Nuevo entrante.

Los movimientos del nuestro catamarán, El Temido, eran tan frenéticos, que Urtzi, a pesar de su maestría con los fogones, de su experiencia marinera y de la fortaleza física que le dan sus casi cien kilos de músculo, solo tuvo ganas de prepararnos una cena a base de tostadas de pan con aceite de oliva y jamón, unos embutidos y una tortilla de patata recalentada. También fue él el encargado de dar las doce campanadas con una cucharilla sobre la botella de cava medio vacía para que tomáramos las doce uvas, marcando así el fin del 2.014 y el principio de un 2.015 muy singular tanto por la cena, como por la compañía, como por el hecho de que serían las 9:30 cuando decidimos festejarlo, previendo que las condiciones meteorológicas empeorarían aún más y no merecía la pena esperar a las doce de la noche.

A las diez ya habíamos terminado con la cena y con los brindis, así que nos fuimos a la cama dejando a Piedad hacer la primera guardia. Todos menos ella empezamos el año durmiendo incómodamente en nuestros camarotes y dando saltos en la cama con cada una de las olas que golpeaban los costados del catamarán. Un principio de año en el que eché de menos a mi familia, a mi costumbre de recibirlo bien arreglado y aseado, con traje, camisa blanca, corbata, serpentinas y cotillón. Un año que empezaba con nostalgia pero con la satisfacción de poder estar haciendo una de las cosas que más me gusta; navegar.

A las doce y media, Piedad me despertó para relevarla. La vi bastante intranquila. El viento y la mar habían empeorado mucho y la silueta negra, enorme y amenazante de las olas dejaban al Temido bamboleándose entre paredes de agua de más de cinco metros. El barco aparecía sobre las crestas y se hundía bajo ellas moviéndose como un corcho arrastrado por un torrente de montaña mientras el viento lo empujaba con furia hacia adelante.

El fuerte vendaval y la mar empeoraron aún más durante mi guardia hasta alcanzar en ocasiones las proporciones de un verdadero temporal. La espuma nos asaltaba por el costado de babor y en la oscuridad de la noche, cegado por lo que yo creí que era niebla, solo se alcanzaba a ver una superficie blanca y quebrada, con enormes olas negras que nos adelantaban coronadas de espuma.

Así siguió toda la noche. A la mañana siguiente, el uno de enero pareció algo más calmado y seguíamos avanzando a buena velocidad hacia nuestro destino. A media mañana nos quedaban unas seiscientas cincuenta millas para llegar a Mindelo y las previsiones nos indicaban que la mejoría sería pasajera, pronosticando mar gruesa durante varios días. César, nuestro capitán, optó muy juiciosamente por variar el rumbo para disminuir así la fuerza de la embestida de las montañas de agua que nos caían encima. Con ello ganaríamos en seguridad y en tranquilidad. Entretanto yo no podía dejar de pensar en que si no habían rescatado a los náufragos del barco siniestrado ya debían haber muerto o estaría en una situación muy grave. Mal empezaba el año 2.015 para algunos.

Esa mañana descubrimos también que la niebla de la noche anterior era en realidad una espesa calima traída por un viento caliente, racheado y traicionero procedente del Sahara. La razón de esta especie de bruma que lo rodeaba todo, no era otra que la enorme cantidad de polvo del desierto que el viento traía consigo, envolviéndonos en una atmósfera pesada, seca y polvorienta y que acabó inundando al catamarán, tiñéndolo con regueros amarillos de arena mezclados con los cristales de sal que la espuma de las olas dejaban al correr sobre la cubierta.

Día tras día la travesía siguió esa misma e invariable tónica, con nuestro barco zarandeado constantemente por la mar y envuelto en una calima que apenas permitía ver el sol y convertía las noches claras de cuarto creciente en horas oscuras y sin estrellas. Alternábamos períodos cortos más o menos tranquilos, por decir algo (las olas nunca eran menores de tres metros y el viento raramente bajaba de los veinticinco nudos), con otros, más largos y casi siempre nocturnos, en los que el viento cargaba con fuerza hasta llegar a los cuarenta nudos y asociados con olas de hasta seis metros de altura y que casi nunca bajaban de los cuatro. Un verdadero temporal que chocaba contra nosotros mezclando el estampido de las rompientes, que se desplomaban sobre la popa del barco, con el impacto directo sobre el costado de babor de las olas que nos embestían transversalmente.

Por la noche los golpes de mar impresionan y el barco sufre y se queja con innumerables y profundos crujidos y ruidos que parecen hacerlo más frágil. De día, todo se hace más llevadero, pero las horas y el esfuerzo acabaron pasando factura a la tripulación. Unos lo manifestaron en forma lumbalgias y dolores musculares por estar constantemente corrigiendo con la musculatura el movimiento del barco, y otros con un mareo permanente, lo suficiente como para que apenas pudieran cumplir con sus guardias completas, eso sí, siempre con ánimo y con buena disposición.

Desde que salimos de Lanzarote no he podido tomar ni una sola posición correcta con el sextante. La calima borra el horizonte verdadero y la visibilidad apenas permite ver la silueta del sol en la parte mas clara del día, así que lo he intentado, pero en estas circunstancias el error en el cálculo de la situación del barco es enorme. Actualmente, gracias a los modernos métodos electrónicos de posicionamiento, podemos seguir la ruta adecuada para llegar a Cabo Verde, pero pienso las dificultades que tenían los antiguos marinos, cuando las tormentas o la niebla les impedían ver los astros necesarios para calcular su situación.

Cuanto miedo, cuanta valentía derrocharon y cuantas vidas y cuantos barcos se perdieron por culpa de la naturaleza agresiva del mar.

Noche tras noche y día tras día el viento y la mar nos han vapuleado seriamente durante esta travesía, pero al final uno se acostumbra a todo y nunca hemos perdido el sentido del humor. Personalmente me encuentro bien y solo hecho de menos no haber pescado nada desde el día de Nochebuena. Desde entonces arrastramos las líneas de pesca sin resultado. Pensé que habría que esperar a que la suerte nos sonriera para volver a comer pescado fresco.

Y así fue. El día cuatro de enero, a media tarde logré pescar un atún listado de unos diez kilos de peso. Un precioso ejemplar gordo y de lomos muy rojos, aunque un poco insípido comparado con el bonito del norte o el atún rojo.

Recién pescado me puse a desollarlo para intentar ensuciar el barco lo menos posible y me sorprendió lo caliente que estaba su carne (los túnicos son los únicos peces de sangre caliente). Fue una sensación que no me disgustó, quizás no fue agradable en el sentido más propio de la palabra, pero si natural, primitiva diría yo. Fue como recordarme o reencontrarme con un acto atávico que nunca había experimentado, pero que debe de pertenecer al pasado cazador de mi especie. Creo que sentí esa relación de respeto y de admiración íntima entre el cazador y su presa muerta aún caliente. No me sentí ni cruel, ni culpable por estar troceando un ser vivo que aún palpitaba, fue simplemente como recordar algo olvidado.

Lo único a lamentar de este día de pesca es que Urtzi ha acabado también tocado físicamente y tiene una rotura de fibras en el hombro. Menos mal que hoy, cinco de enero, dentro de un par de horas llegaremos ya a Mindelo y allí embarcará otro tripulante con las fuerzas íntegras.

Desde Mindelo, tras dos o tres días de descanso para recuperar las fuerzas de los tripulantes, emprenderemos la última y más larga de las etapas de este viaje; 2.150 millas náuticas hasta la isla de Saint Martín en la Antillas Menores. Queda lo más duro de nuestra aventura.

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