Diario de León

DESAFÍO EN EL ATLÁNTICO. MÁS DE CUATRO MIL MILLAS NÁUTICAS PARA HACER REALIDAD UN SUEÑO

Nochebuena en alta mar

Cuatro navegantes y un reto, llegar desde El Rompido en Huelva al Caribe. Con ese argumento el leonés José Luis Conty y sus compañeros de aventura, César, Urtzi y Piedad iniciaron el día 21 su travesía atlántica. Con la ilusión como equipaje y miles de millas naúticas que superar a bordo de una embarcación de 15 metros como El Temido III, José Luis desgrana en su cuaderno de bitácora para Diario de León el primer tramo de este reto que les llevó a Lanzarote. Luego llegará Cabo Verde y de allí más millas para alcanzar el ansiado sueño.

José Luis Conty en El Temido III, embarcación en la que junto a sus tres compañeros de tripulación realiza la travesía al Caribe.

José Luis Conty en El Temido III, embarcación en la que junto a sus tres compañeros de tripulación realiza la travesía al Caribe.

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En la distancia se aprecian ya los farallones oscuros de la isla de Lanzarote que es el primer puerto que tocaremos desde que salimos de Cádiz. Solo nos faltan unas quince millas para terminar esta primera parte del cruce del Océano Atlántico a vela, y atrás quedan ya las aproximadamente seiscientas (unos mil ciento cuarenta kilómetros), entre Cádiz y las Islas Canarias, que hemos cubierto en estos últimos cuatro días y medio.

Durante este primer trayecto, tanto mis tres compañeros de travesía como yo, hemos estado lo bastante ocupados en mantener al barco con una buena velocidad, que el poco tiempo libre que nos quedaba hemos procurado simplemente descansar.

Aún así, cada día he conseguido robarle al sueño unos momentos para ir tomando algunas notas que ahora, antes de llegar a Marina Rubicón, en Lanzarote, tengo que apresurarme en redactar, para enviarlas al Diario de León vía satélite convertidas en una crónica que refleje los hechos más representativos del inicio de nuestro periplo.

La aventura comenzó el 21 de diciembre en El Rompido, provincia de Huelva, cuando el día 20 de diciembre nos reunimos César, el dueño y capitán del catamarán en el que viajamos, Carlos otro capitán que cuenta con la experiencia de haber realizado varios cruces del Atlántico, Piedad, su mujer y yo, para embarcarnos con destino a Cádiz. En el puerto de esta capital andaluza debíamos recalar para instalar un avanzado sistema de localización y seguimiento por satélite antes de salir con dirección a las Islas Canarias. Este sistema permitirá a un grupo de personas de apoyo rastrear nuestro barco durante todo el trayecto e incluso lanzar una señal de socorro en caso de accidente o naufragio.

Y es que, a pesar de que nuestro barco es un catamarán a vela de casi quince metros de eslora (largo) y ocho metros de manga (ancho), ninguna embarcación de estas características puede considerarse completamente segura en un mar tan duro y peligroso como es el Atlántico Norte. La casualidad y la ausencia de viento nos hizo detenernos, apenas unas horas después de nuestra partida, en Mazagón, en la desembocadura del Odiel, a solo unas millas de Palos de la Frontera, el punto desde el que un mes de agosto de 1492, hace quinientos veintidós años salió Cristóbal Colón para descubrir América. Así pues el inicio de este viaje se puede decir que coincide con el del Colón, pero para mí comenzó mucho antes, quizás cuando era un chiquillo leyendo a Julio Verne y a Jack London o quizás más adelante enfrascado en las aventuras que Joseph Conrad narraba en sus novelas. Historias y relatos sobre el mar y los hombres que lo navegan que mi padre, un enamorado de los barcos, se encargó de consolidar transmitiéndome en cada puerto, en cada playa, mostrándome su atracción por la mar.

Hoy, después de cuatro días solos en medio de océano y con la costa ya a la vista, tengo que dominar la querencia «sensiblera» de volver a aquellos años de mi niñez, para enfrentarme al folio en blanco y obligarme a recordar lo acontecido desde nuestra salida, con un objetivo; contarles a ustedes puede todo aquello que pueda parecerles interesante y procurar entretenerles con esta crónica.

No ha sido una travesía fácil, y ya en el trayecto desde Mazagón hasta Cádiz el mar nos dio una muestra de lo que nos aguardaba más adelante, cuando navegando a una velocidad de ocho nudos y medio (unos dieciséis kilómetros por hora) la niebla se cerró de repente dejándonos con un círculo de visión de escasos cincuenta metros alrededor del catamarán. Afortunadamente no nos cruzamos con ningún otro barco porque en esas circunstancias solo hubiéramos dispuesto de doce segundos para cambiar el rumbo y evitar una colisión.

Cambiar de dirección cuando se navega a vela a esa velocidad no se parece en nada a dar un volantazo en un coche para esquivar un obstáculo. Para hacer una trasluchada (virar) de manera controlada, hay que manejar al menos dos cabos (cuerdas) y al mismo tiempo hacer girar al barco moviendo en timón en la dirección oportuna, que no siempre es la más obvia. Completar esa maniobra de manera coordinada precisa la colaboración y sincronización de al menos dos personas y si son tres mejor, con lo que es difícil realizarla en menos de un minuto. Hacerla sin control hubiera supuesto elevar exponencialmente la probabilidad de un abordaje o de graves averías.

Pero no todo es dureza y dificultades en la mar porque tras la niebla un sol resplandeciente nos acompañó hasta el puerto de Cádiz contribuyendo a mitigar el frío que la niebla y las bajas temperaturas (siete grados centígrados y 90% de humedad) nos habían metido en el cuerpo desde nuestra salida en El Rompido.

Durante toda la mañana del lunes, día 22 de diciembre, estuvimos colaborando con los técnicos en la instalación del AIS (sistema de localización vía satélite) y solo a la hora de comer nos enteramos de que, como todos los años, no habíamos tenido suerte con la Lotería de Navidad. Creo que a ninguno nos preocupó porque para nosotros la verdadera lotería ya nos había tocado al hacerse realidad el sueño de realizar esta travesía del océano Atlántico, que comenzaríamos a la mañana siguiente para adentrarnos en la mar durante casi cinco días en solitario hasta Canarias

En un barco de vela durante el día los tripulantes están organizados para llevar a cabo una labor específica, pero durante la noche se establecen turnos de guardia y solo queda despierta una persona que debe encargarse de controlar todo el barco y despertar al resto de la tripulación para realizarlas maniobras complicadas. A mí me tocó el primer turno de guardia de ese primer día de travesía entre Cádiz y Lanzarote. La noche resultó ser una noche sin luna que rodeó al catamarán sin remedio, de forma casi opresiva.

En una noche así cualquiera tendría la tendencia de encender una linterna para ver mejor y sin embargo, una de las cosas que todo navegante sabe, es que de noche, es mejor no llevar encendidas más que las luces obligatorias de navegación para acostumbrar la vista a la oscuridad. Una vez pasados quince minutos a oscuras la visión se adapta a la escasez de luz y aunque parezca extraño logra verse lo suficiente como para no necesitar ninguna iluminación.

Hacía tiempo que no navegaba de noche y esa primera guardia supuso volver a disfrutar de la impresionante visión del cielo nocturno de alta mar, un mundo de pequeños, pero brillantes puntos de luz. Siempre me ha gustado entretenerme en localizar la Estrella Polar y el resto de cuerpos celestes que los antiguos navegantes conocían para orientarse, y ahora estaba de nuevo observando estrellas de nombres míticos como Rigel, Aldebarán, Capela, Polux… Me sentí tranquilo, relajado y feliz rodeado de la soledad más absoluta, a más de cien kilómetros de cualquier otro ser humano, si exceptuamos a mis compañeros que dormían plácidamente en sus literas.

Una guardia no es nada especial. En nuestro caso son dos horas y media solos, vigilando no perder el rumbo, que el viento no arrecie, que no cambie de dirección, que el estado de la mar no empeore y sobre todo controlar que ningún otro barco se cruce en nuestro camino. Poco más se puede hacer. Si en nuestro rumbo apareciera un tronco, una red de pesca a la deriva o un enorme contenedor perdido, no podríamos verlo en la oscuridad y chocaríamos sin remedio. Así que es mejor no pensar en ello y confiar en que el mar es muy grande y en que la probabilidad de un choque con cualquier obstáculo es pequeña para poder así disfrutar de la soledad, de ese espacio inmenso, oscuro, bañado por las estrellas. Para poder sentir las ausencias.

Esa noche, al terminar mi guardia y cuando estaba profundamente dormido, me despertó el ruido de los cabrestantes trabajando y las voces del capitán. El viento había refrescado y soplaba el levante con fuerza. Las olas se encrespaban y la espuma nos rodeaba.

Sin darme cuenta me vi trabajando a brazo partido y codo con codo con mis compañeros para conseguir dominar una vela tozuda que no quería dejarse gobernar. Nos costó trabajo vencerla, pero finalmente pudimos arriar la cantidad de trapo necesaria y el barco volvió avanzar equilibrado, rápido y seguro sobre unas olas de casi tres metros de altura.

Más relajado me fui de nuevo a dormir pensando que al día siguiente era Nochebuena. Me acordé de mi mujer y de mi hija. Lo hago constantemente. Pienso en ellas y me gustaría que hubieran estado aquí, conmigo, solos los tres y rodeados de belleza, de la seguridad que te dan las estrellas.

El día de Nochebuena discurrió de forma pausada. El catamarán devoraba millas y las olas atlánticas, redondas altas y alargadas nos alcanzaban por la popa elevando al barco primero, para dejarlo resbalar después por una pendiente de cuatro metros de altura en lo que es una especie de tobogán continuo. Continúo pensando en mi familia.

Al oscurecer Urtzi (Carlos), un gran cocinero, nos prepara la cena de Nochebuena a base de pan tostado con tomate, aceite y jamón, acompañado de un bonito que acabábamos de pescar y que sustituyó al tradicional besugo. Una botellita de vino y otra de cava animaron el ánimo y la conversación evitó la morriña.

Esa noche, durante mi guardia, a pesar de estar muy lejos de tierra, en medio del Atlántico, hemos pasado muy cerca de lo que debía de ser un pesquero marroquí y hubo que permanecer alerta, porque alguno de estos pesqueros tiende redes viejas, no para pescar peces, sino para atrapar los veleros que como nosotros bajan hacia el sur para cruzar hasta el Caribe. Afortunadamente no nos ha pasado como a un capitán conocido por nosotros, que tras quedar enganchado con este método en las redes de un pesquero, fue abordado en lo que podría llamarse un acto de piratería encubierta.

El día de Navidad por fin el alisio se levanto fuerte y constante empujándonos rápidamente hacia el sur oeste. Con olas de tres metros y viento de veinte nudos ya estábamos acostumbrados a que el barco empezara a crujir, pero con treinta y treinta y cinco nudos de viento (más de sesenta km/h) y olas de más de cuatro metros todo parece querer desencajarse. Las cuadernas rugen, las puertas parecen intentan desportillarse y el suelo y todo el barco tiembla bajo los pies con cada envite del mar. Al principio, la inquietud se apodera de uno, aunque poco a poco te vas acostumbrando al nuevo ritmo de vida, a caminar dando tras pies con las piernas abiertas como un compás y a agarrarte a todo para no caer al suelo o lo que sería pero al mar. Sólo el paso del tiempo te hace recuperar la seguridad a pesar de que olas de hasta cinco metro chocan contra los patines del catamarán, haciéndolo estremecer.

Todo el día de Navidad fue así; grandes olas y vientos fuertes que nos hicieron avanzar a una media de casi ocho nudos con puntas de velocidad de más de diez. El aullar del viento en la jarcia lanzándonos con fuerza hacia adelante y la velocidad e este barco impresionan.

El movimiento constante, los bandazos y las caídas por las pendientes de las olas hacen que nuestro catamarán parezca por momentos una batidora en manos de los elementos. Todo se mueve. Todo a bordo parece adquirir vida propia y lo mismo rueda una botella que se arrastra un vaso o el plato de sopa escapa del control dejando un rastro de fideos por encima de la mesa. Cae la noche y la oscuridad empeora la impresión haciéndote sentir que estas dentro de una lavadora con la centrifugadora puesta, así que una noche más paso la guardia, pero esta vez con chaleco, radiobaliza de emergencia y sujeto al barco para evitar que los tropezones y bandazos terminen en una caída. Todo se mueve. Solo las estrellas permanecen inmutables. Estamos a más de cuatrocientos km de nuestro destino y a pesar de todo me siento un privilegiado, tranquilo y seguro en un barco que se comporta de forma muy marinera y disfrutando de la libertad que te da la soledad.

Así pasmos el resto del tiempo hasta la madrugada del día 27 de diciembre en la que viento y mar nos dieron una tregua, una especie de bienvenida a Lanzarote que nos saludó con un espléndido día de sol.

Por fin el calor del trópico sustituyó al frío del Atlántico. Esperemos que a partir de aquí y en dirección a Cabo Verde, que está a unas mil millas (dos mil kilómetros) de distancia, el tiempo sea más cálido y la brisa nos acompañe. Esa parte del viaje será para el siguiente capítulo de esta crónica.

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