Diario de León
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Ponferrada

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Tenía los modales y la educación de un caballero del Sur y llegó a Nueva York, la Gran Puta de Babilonia, como la llamaba cierto reverendo muy popular de la época, en el mes de octubre de 1929, a tiempo de contemplar los estragos del  Crack  de la Bolsa y el comienzo de los días aciagos de la Gran Depresión.

Venía de Carolina del Norte, era tímido, pero audaz, y mentía para decir lo que era cierto. Había aprendido el arte del humor negro rodeado de mujeres en el pueblo de Fairmont donde nació. Y eso se filtró pronto a sus artículos.

Se llamaba Joseph Mitchell, trabajó hasta el día de su muerte en la revista  New Yorker  y, a pesar de que pasó los últimos treinta años de su vida sin escribir una sola línea, es uno de los más grandes periodistas que ha dado el siglo XX.

Y todo comenzó en el cementerio de Fairmont, durante los paseos a los que su tía Annie, rodeada de niños, dedicaba unas horas de los sábados. Toda la cuadrilla se detenía delante de las lápidas, los niños callaban y, envuelta, nunca mejor dicho, en un silencio sepulcral, Annie les contaba la vida de los muertos, qué paradoja. «Este era tan malo que no sé cómo lo aguantaba su familia», les decía. Y calculo que serían los años de la mal llamada gripe española. «Y este era tan bueno que no sé cómo aguantaba él a su familia», añadía.

Joseph Mitchell tenía buen oído. Sabía escuchar y era tenaz. En un ocasión no dudó en perseguir a un vagabundo por todos los bares y cafeterías del Greenwich Village para contar su historia. Pero no era una vagabundo cualquiera. Era Joe Gould, el Profesor Gaviota, al que dedicó dos de sus mejores artículos; un hombre empeñado en reunir en un libro toda la historia oral de los Estados Unidos. Y esa era otra mentira genial. ¿Qué decir de alguien que presumía de ser el último bohemio del viejo Nueva York y se refería a sus compañeros de generación con estas palabras?: «Todos los demás se fueron por la alcantarilla. Algunos están en la tumba, otros en el manicomio, y algunos en el negocio de la publicidad».

Hace unos años, en una taberna de Cacabelos que ya no existe, me encontré con alguien que hoy me recuerda un poco a Joe Gould, aunque no era ningún vagabundo. Se llamaba Joaquín Lence y compartía el mismo desparpajo y la misma sabiduría de barra de bar que el Profesor Gaviota. Lence, que ya ha fallecido, tenía un ataúd apoyado en la pared de su bodega.

-¿Para qué tiene ese ataúd ahí, Joaquín?-, le pregunté el día en que le hice la entrevista más extraña de mi vida.

-Para mí-, me respondió.

Y entre las paredes atiborradas de objetos, entre retratos de Franco y de Lenin y una hilera de relojes parados, también se distinguía una calavera. Tuve que preguntarle, claro, de quién era, decidido a no perderme ni una palabra de su respuesta. «Esa calavera tiene tres tiempo -me dijo-. Un presente, un pasado y un futuro. Sobre el pasado no tengo ni idea. Sobre el futuro no tengo ni puta idea. Y sobre el presente le diré lo mismo que le dije con el ataúd: me pertenece a mí».

Y me pregunto qué diría Joe Gould si hoy viera todos los bares de Nueva York cerrados. O qué tipo de humor negro sacaría a relucir el viejo Joaquín Lence, el hombre de la calavera, si por la puerta de su bodega entrara un cliente embozado en una mascarilla.

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