Diario de León

«Le canté a mi niña al oído cuando aún vivía y le dije que haría justicia»

Toñi Santiago en una concentración contra ETA. EFE

Toñi Santiago en una concentración contra ETA. EFE

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Toñi Santiago no logra ver el rostro de su hija ni evocar su voz. Cierra los ojos, los aprieta y bucea en sus recuerdos rastreando a Silvia, la niña «feliz, buena y justa» a la que ETA asesinó con tan solo seis años tal día como hoy hace dos décadas, en aquella luminosa tarde del verano en Santa Pola que se apagó con el estruendo brutal del coche bomba que los terroristas hicieron explotar contra la casa cuartel de la Guardia civil. Dicen los psicólogos que la memoria, tan lacerante a veces, puede ser también protectora. Que según pasa el tiempo va depurando el álbum de la vida para realzar lo bueno y amarillear lo malo. Toñi Santiago ni olvida ni perdona; y aunque quisiera, no podría, con sus entrañas aún tan desgarradas que quien la escucha percibe, nítido, inconsolable, todo su dolor. Pero está convencida de que algún mecanismo de supervivencia se ha apiadado de ella para difuminar el horror de aquel 4 de agosto inmarchitable y la expresión infantil de su hija. Para «cuidarla» ante la insoportable remembranza de cómo la rescató —ella, con sus propias manos— bajo los escombros de muerte y destrucción.

—Los terroristas se equivocaron. En vez de asesinar a mi niña, tenían que haberme matado a mí. Porque yo soy su voz y no voy a parar en exigir justicia y en evitar que se pisoteen su memoria y su dignidad. Y porque yo sé cómo suena la muerte en el oído.

Aquella tarde, esta tarde de hace 20 años, el sol luce aún vigoroso antes de comenzar a declinar en la bella placidez del ocaso mediterráneo. Los etarras Oscar Zelarain y Andoni Otegi han cargado con 40 kilos de cloratita y un calculado refuerzo de dinamita el Ford Escort con matrícula falsa robado un mes antes en la localidad francesa de Montpellier. Todo en el vehículo, aparcado en las inmediaciones del parque del Palmeral, está concebido y orientado para provocar la mayor devastación posible en el acuartelamiento que comparten los guardias civiles con sus familias. Esos enjambres humanos de cuitas profesionales y domésticas atemorizados durante décadas por la amenaza terrorista.

Pero hoy es 4 de agosto, el cielo refulge, los arenales de Santa Pola se han cuajado de toallas, sombrillas y ganas de vivir y todo es tan cotidiano, tan normal, como para pararse a pensar tan siquiera en la sombra de ETA en esos tiempos tenebrosos y aciagos. Silvia Martínez Santiago, la única hija entonces de Toñi y del guardia civil José Joaquín, juega sintiéndose a salvo en su inocencia de niña.

—¿Supo inmediatamente que se trataba de un atentado de ETA?

—Lo que supe es que mi hija se iba a morir. Y lo único que pedía es que Dios me llevara a mí. Salí corriendo y gritando ‘¡Hijos de puta, habéis matado a mi hija!’. Porque ETA ni siquiera avisó para darnos cinco minutos. Silvia murió en la ambulancia. Cuando aún vivía, además de rezar y cantarle al oído por si me podía escuchar, le prometí que no pararía hasta encontrar justicia.

—¿Cómo ha podido sobrellevar todos estos años sin ella?

—No lo sé, no se lo puedo explicar... (se quiebra en llanto, como cuando intenta narrar, sin poder, cómo era su pequeña). Tienes que aprender a convivir con esto. Me planteé que solo tenía dos opciones: pegarme un tiro, que además lo tenía fácil; o seguir adelante por mi familia y para que no se olvidara a mi criatura. Y aquí estoy. Pero yo no tengo días buenos. Tengo días regulares, malos y muy malos.

Toñi pensó que no podría, pero ha legado a Silvia dos hermanos, Javier y Carla, a los que su madre ha contado lo que pasó -lo que ETA hizo que pasara-, pero sin permitir que el padecimiento les arruine la vida por vivir. Mientras blinda a los dos hijos que tiene hoy junto a ella, mientras su marido sigue ejerciendo de guardia civil «porque los terroristas es lo que más detestan», ella prosigue su cruzada porque no cree que los responsables de la muerte de Silvia fueran solo sus autores materiales.

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