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León

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arturo checa | valencia

Madrugada de abril. Nacho llama a la puerta de una casa de citas de Ruzafa. Una de las chicas le abre. Apenas se dirigen la palabra. El joven es un habitual del local. La mujer cierra la puerta y Nacho se adentra en la vivienda particular. La grabación de la cámara de seguridad del club registra cómo Jorge Ignacio P. accede al inmueble con total tranquilidad. Entre sus pertenencias hay cocaína. Es la droga que, según la investigación, facilita a la mujer con la que mantiene relaciones sexuales. Ella sufre una crisis por consumo del estupefaciente y acaba sumida en convulsiones. Nacho sale apresuradamente del establecimiento, como relatan las testigos. La chica acaba perdiendo la vida días después en el hospital.

Un día de mediados de octubre. Es casi la hora de comer cuando Nacho intenta aparcar su coche cerca de la calle San Juan Bautista, una solitaria travesía de Manuel en la que el ciudadano colombiano vive desde antes del verano. Intenta pasar lo más desapercibido posible. No quiere tener más topetazos con la justicia. Condenado por tráfico de drogas en Italia, preso en una cárcel transalpina, acusado de otro asunto de tráfico de drogas en Navarra (en una causa abierta cuando trasladaba coca desde Valencia) y sin permiso de residencia ni trabajo en España desde hacía dos años, Nacho no quería otra muesca en su notable pila de antecedentes. Cuando trataba de estacionar su coche, oyó un grito de queja. Por uno de los ángulos muertos del retrovisor se le había pasado la presencia de una vecina que se asustó al ser casi golpeada por el turismo. «Se bajó rapidísimo del coche y cogió del brazo a la señora. Estuvo disculpándose con ella un buen rato y después la acompañó incluso hasta la puerta de su casa», explica Alfonso, un vecino del municipio valenciano que fue testigo del instante. La cara amable del camaleón.

Siete de noviembre. 5.55 horas de la madrugada. Es el último rastro de vida de Marta Calvo. En ese instante preciso, a la madre de la joven de 25 años le vibra el móvil. Su hija le ha enviado su localización por whatsapp. Es la precaución que ambas toman siempre que ella tiene una cita. Lo hace antes de llamar a la puerta de la vivienda que ocupa Jorge Ignacio, de 37 años (cumplía años al día siguiente), con la clásica persiana de pueblo enrollada sobre el quicio. Jamás saldrá de allí con vida. Todo indica que el narco repitió sus andanzas. Volvió a mezclar sexo y cocaína. Y el corazón de Marta se paró. La segunda muerte a espaldas del camaleón.

Tres escenas en apenas medio año que retratan la doble vida de un trotamundos llegado hace casi dos décadas de su Ibagué natal, una ciudad al oeste de Colombia, y que ha residido en Extremadura, Navarra, Mallorca e Italia. A los ojos de todos era un joven deportista, capaz de recorrer en menos de cinco horas la maratón de Valencia en 2017 y asiduo al gimnasio. Ante la mirada de los demás se hacía pasar por universitario. Pero su reverso oculto era incluso más poliédrico. Nadie le atribuye ningún oficio conocido.

Ahora los principales desvelos de los investigadores de la Guardia Civil giran en torno a la búsqueda de los restos de Marta.

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