Diario de León

Siete minutos y dos ovaciones de los que le dejaron caer

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El día en que iba a caer, a Pablo Casado apenas le dio tiempo de acomodarse en su escaño del Congreso. Con el cronómetro en la mano, fueron siete los minutos que transcurrieron desde el inicio del pleno hasta que se levantó y se fue. En ese lapso, dijo sin decir, estuvo sin estar. Por no hacer no hizo ni la pregunta de rigor a Pedro Sánchez.

De principio a fin fue un mal trago para él, para los suyos e incluso para sus adversarios políticos, visiblemente incómodos por la complicada tesitura de la que eran testigos. «Nadie se merece esto», coincidían diputados de varios grupos.

La tensión se paladeaba en cada esquina de la Cámara baja. Minutos antes de comenzar la sesión de control de los miércoles, Génova se encargaba de confirmar la asistencia del todavía presidente del PP. Flanqueado por su equipo, incluidos algunos de los que la víspera le empujaron al precipicio, Casado bajó por las escaleras más tranquilo de lo que se pudiera presuponer de un inminente exlíder político.

No contestó a las preguntas de los periodistas que aguardaban a escuchar sus primeras palabras en cinco días, pero fue amable y les deseó escuetamente «buenos días» antes de encarar el peor día de su fulgurante carrera.

A las 9.01 horas, un minuto después de empezar el pleno, Meritxell Batet le concedió su última palabra como jefe de la oposición. Con semblante serio, las notas apuntadas en un tarjetón —algo raro en él— y tratando de mantener la compostura, se dirigió a Sánchez en medio de un océano de caras de circunstancias. A su derecha, Cuca Gamarra con la mirada perdida y sin Teodoro García Egea al lado. Y una fila más arriba, sus más fieles escuderos, los vicesecretarios Ana Beltrán, Antonio González Terol y Pablo Montesinos, este último con una expresión especialmente compungida.

Casado consumió dos minutos de turno en los que no se movió ni una mosca. Apenas interpeló a Sánchez. Tiró de efeméride —era el 41 aniversario del golpe de Estado del 23-F— para dar grandilocuencia a lo que fue un rito de despedida a modo de reflexión sobre cómo concibe la política, «desde la defensa de los más nobles principios, respeto a los adversarios y entrega a los compañeros».

Ellos, los que le han ido abandonando a borbotones en los últimos días, se entregaron a su líder saliente por penúltima vez. Fue una ovación casi tan larga como el propio discurso y en la que se levantaron todos los diputados, incluida Cayetana Álvarez de Toledo.

Al otro lado del hemiciclo, ni Sánchez ni la bancada de los partidos que apoyan al Gobierno se regocijaron. Cierto es que el presidente le reservó un último reproche por haberse pasado dos años «en la descalificación constante», pero su cara no exhibía satisfacción, sino clemencia. Aceptó de facto la renuncia encubierta que le presentó el jefe de la oposición y no pudo hacer otra cosa que desearle lo mejor, mal que le pesen las tiranteces que han caracterizado su relación de principio a fin.

EL ADIÓS EN EL CONGRESO

Las miradas volvieron a Casado a las 9.07 horas. La primera, la de la presidenta del Congreso, expectante por los movimientos que anticipaban algo bien diferente a una réplica. El dirigente conservador renunció a encender el micrófono y simplemente se fue con las manos vacías. Sus compañeros de filas le concedieron un último aplauso, pero sólo sus tres colaboradores más estrechos salieron a la carrera tras él para arroparle.

Con su marcha también se fue la tensión, ese nudo en la garganta que atravesó el hemiciclo de punta a punta. Fue el trámite que todos asumían que sucedería, aunque no fueran pocos los que le aconsejaron que se lo ahorrara. El escaño de Casado permanecería vacío el resto de la jornada y la sesión volvería a los habituales derroteros en una extraña estampa sin jefe de la oposición.

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