Diario de León
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nacho abad
León

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V ine aquí a buscar a mi amigo. Supe que había alquilado una cabaña miserable en el bosque para terminar una novela en la que llevaba trabajando desde hacía años y a la que debía ponerle punto final, lo que le llevaría algunas semanas. Pero ya se cumplía medio año y nadie sabía nada más de él. Un familiar lejano había llamado al consulado para denunciar su desaparición. No hubo ninguna noticia de vuelta. Así de solo estaba. Cuando me enteré, me culpé a mí mismo de esa soledad, ya que hacía años que no nos veíamos. Entonces tuve una buena racha jugando a las cartas y decidí, antes de perderlo todo de nuevo, usar el dinero que había ganado en ir a buscarle. Si fracasaba, siempre podía desaparecer yo también. Al llegar aquí contacté con el matrimonio que alquilaba la cabaña, dos ancianos delgados y hermosos que hablaban muy despacio, como si añoraran un tiempo en el todo sucedía de otra forma. Les enseñé una foto de mi amigo y por su gesto supe que no lo reconocían. Cuando les pregunté si por casualidad había olvidado algún objeto, en vez de responderme me hablaron de un almacén en el pueblo donde depositaban los enseres olvidados allí y en otros alojamientos similares. Ellos mismos tenían la llave y me podía acompañar al día siguiente. Compré algo de comer, una botella y me fui a la pensión donde me hospedaba. Desde la ventana de mi cuarto se veía el bosque. Anochecía. Los pájaros se iban ocultando. Bebí y me quedé dormido, pero el jet lag y el dolor de cabeza me despertaron en la madrugada. El bosque se había convertido en una mancha negra, más oscura que la propia noche. Nunca había estado tan cerca del abismo. Cuando amaneció volvieron los pájaros y yo fui caminando hasta el almacén. Los ancianos me estaban esperando. Parecían tristes, pero sonrían. Abrieron la puerta de una nave de madera y dentro vi una montaña inmensa de objetos: ropa, libros y aparatos electrónicos hacinados, cables enredados, cartas manuscritas. «¿Todo esto lo han olvidado los huéspedes?», pregunté. «Sí, lo guardamos por si algún día alguien quiere recuperar algo», me respondió él. Y luego añadió: «Pero nunca viene nadie. Usted es el primer visitante que entra aquí». Entonces, porque yo estaba allí, supe que no había dejado solo a mi amigo. Pero él a mí sí.

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