Diario de León

francisco carantoña escritor, profesor de historia contemporánea

«De Azcárate no queda nada más que la esperanza»

Francisco Carantoña ante la pila de libros y documentos en el despacho de su casa, parte de los que ha utilizado en la obra sobre Gumersindo de Azcárate

Francisco Carantoña ante la pila de libros y documentos en el despacho de su casa, parte de los que ha utilizado en la obra sobre Gumersindo de Azcárate

León

Creado:

Actualizado:

Acaba de presentar junto a Francisco M. Balado Insunza la investigación Gumersindo de Azcárate. Conciencia democrática de una época en la que coordina trabajos de una decena de autores que aportan luz acerca de uno de los gigantes de la política y el pensamiento español. Francisco Carantoña explica en esta entrevista la magnitud histórica de un intelectual y hombre de Estado sobre el que habría que regresar para repensar en que momento de nuestro pasado más reciente, los españoles volvieron a dar la espalda al progreso y el liberalismo de la Ilustración. Sin embargo, su nombre y su obra siguen olvidados y borrados de la historia.

—¿Qué diría Gumersindo de Azcárate de sí mismo?

— «Aunque, por fortuna o por desgracia, yo tengo varios oficios, siempre he considerado como el primero aquel que da carácter, por decirlo así, al hombre en sociedad y que en mí es el de profesor, y por eso en la medida de mis fuerzas me he asociado siempre con todo corazón a toda suerte de empresas, en la esfera de la enseñanza oficial y de la no oficial o libre, que han tenido por finalidad el propalar la cultura en nuestro país».

—Docente es uno de los títulos que ejerció con verdad.

—Efectivamente, fue profesor de la Universidad Central de Madrid desde 1869 y catedrático desde 1873. Tras su expulsión temporal de la universidad en 1875, a causa de su oposición al decreto Orovio, colaboró con Francisco Giner de los Ríos en la creación de la Institución Libre de Enseñanza, a la que estuvo vinculado toda su vida, y más tarde contribuiría a crear en León la Fundación Sierra Pambley, cuyo patronato llegó a presidir.

—Pero su resumen, como dicen ahora, fue mucho más fecundo...

—Fue también pensador, escritor incansable —a la vez investigador y divulgador—, jurista y, más que político, un hombre público que se volcó al servicio de la sociedad. Aunque fue diputado por León de forma casi ininterrumpida entre 1886 y 1916 y su actividad parlamentaria fue destacadísima, una de sus labores más importantes la desarrolló en la Comisión de Reformas Sociales, primero, y la presidencia del Instituto de Reformas Sociales hasta su muerte.

—Intelectual

—Se quedaría corto. Como puede deducirse de lo que acabo de decir, no se limitó a ejercer desde su cátedra, fue un verdadero activista en el mejor sentido del término y en campos muy diversos.

—Fue elogiado por sus adversarios.

—Un periódico bastante alejado de sus ideas, El Socialista, daba en diciembre de 1917 una pista sobre lo que significó: «Gumersindo de Azcárate, el sabio insigne y trabajador incansable, que, si no ocupó los más altos cargos del Estado, era en la actualidad, la más alta jerarquía de la nación. Ningún hombre público reunía, como él, los más grandes respetos de todos los sectores de la opinión pública, y son muy contados los que, como él, tenían un alto rango en todas las manifestaciones de la cultura nacional».

—Puede que fuera porque no trataba de imponer.

—Su propuesta ética, no solo política, suponía un cambio a largo plazo, social, cultural e institucional, en buena medida la heredaron los hombres y mujeres de la Segunda República, aunque el sueño de la regeneración fuese, finalmente, trágicamente enterrado.

—Subtitulan la obra ‘La conciencia democrática de una época’. ¿Fue Gumersindo de Azcárate el pepito grillo que podría haber transformado España en una democracia liberal real?

—Era una tarea que no podía realizar un hombre solo. Lo intentó con su acción política y con sus libros, artículos y traducciones de obras de teoría política y derecho constitucional, como lo hicieron otros intelectuales, políticos y activistas de la época, pero las fuerzas que se oponían a los cambios eran muy poderosas. Con el subtítulo queremos dar a entender que Azcárate jugó un cierto papel de conciencia crítica de la España de la Restauración. Su combate contra la corrupción, el caciquismo, la marginación social, fue muy importante. En cierto modo, es lo que le reconoce Ortega, en su conocida necrológica, no solo a él, también a Giner o a Salmerón. Esa labor necesitaba tiempo para dar fruto, así continuaba la frase del filósofo madrileño que cité anteriormente: «nosotros somos del futuro. Nuestra filial piedad consistirá en seguirle. Pero seguir a Azcárate —como seguir a Giner— es seguir hacia adelante. De un egregio pasado español ya no queda nada: ¡ya no queda Azcárate! Pero ahora queda sobre su tumba lo que debe quedar siempre cuando los que viven son fieles a los muertos: el verde brote de la esperanza».

—En uno de los capítulos de la obra se establece el paralelismo entre el asunto Dreyfus y el Desastre de 1898. Sin embargo, Francia avanzó, puede que gracias a la labor de los intelectuales, mientras que España continuó en la melancolía del bucle. La ILE pudo ser el revulsivo para coger el tren del liberalismo y la Ilustración. ¿Qué falló?

—La historia es muy compleja, nunca sigue una línea recta, en ningún país. Francia también sufrió en ese periodo, durante la tercera república, la corrupción en su sistema electoral y en la administración y una fuerte división social, no olvidemos que la Segunda Guerra Mundial tuvo allí rasgos de guerra civil. El 5 de junio de 1935, tres décadas después del caso Dreyfus, al día siguiente de que el socialista León Blum se convirtiese en primer ministro, el diario de extrema derecha L’Action Française, que tiraba más de 200.000 ejemplares, titulaba a toda página: «Francia bajo el judío». Eso no quita que fuese una república laica, admirada por los republicanos españoles, y que la izquierda francesa fuese fuerte. En España el sentimiento de decadencia y la alternativa idea de la necesidad de regeneración están presentes desde el siglo XVII y reaparecen con fuerza en los momentos de crisis. Javier Moreno Luzón, uno de los grandes especialistas en el periodo, explica en su capítulo del libro que la España de la Restauración no estaba tan estancada como tradicionalmente se ha sostenido ni era tan distinta de otros países de Europa o América. Sí es cierto que la derrota de 1898 fue percibida como una humillación colectiva y que confirmó que España no era una potencia de primer orden.

—No fueron capaces de ejercer de Lampedusas.

—No. Lo peor fue que el sistema de la Restauración, que había logrado una etapa de estabilidad en el último cuarto del siglo XIX, fue incapaz de adaptarse a los cambios del siglo XX. Los dos partidos del turno se convirtieron en los mayores enemigos de un cambio que amenazaría su hegemonía. Se dividieron, pero sus facciones, muy personalistas, no llegaron a favorecer las reformas necesarias. Las hubo y no carecieron de importancia, pero no fueron suficientes. El propio Azcárate se mostró dispuesto a aceptar la monarquía si estuviese decidida a convertirse en una verdadera democracia, pero ni los dos partidos del turno ni el rey estaban preparados para ello. Alfonso XIII optó, en 1923, por violar el juramento que había realizado a la Constitución y estableció la primera dictadura de la historia de España —los pronunciamientos del siglo XIX nunca habían pretendido tal cosa—, el resultado inevitable fue la proclamación de la república.

—¿A qué se debió?

—Uno de los rasgos más característicos de la España liberal, en la que predominó el liberalismo conservador, fue la confesionalidad del Estado y la enorme influencia de la Iglesia Católica, notable en la enseñanza. Fue algo que combatió Azcárate, defensor de la separación de la Iglesia y el Estado, del laicismo y de la tolerancia. Esa fue la causa de su expulsión temporal de la universidad y de su destierro, también de la inquina que a él y a su familia les tenían los sectores más reaccionarios de la provincia de León.

—¿Puede ser que el krausismo fuera una filosofía excesivamente conservadora?

—No era revolucionaria, menos aún socialista, pero hubo krausistas con militancias políticas distintas. El krausismo español es reformista, varios de los autores, como Francisco Javier Laporta San Miguel o Ángeles Barrio, explican en el libro que las tesis «armonistas» del krausismo no impidieron que Azcárate percibiese la profundidad de las desigualdades sociales y la necesidad de que el Estado contribuyese a reducirlas.

—Una de las teorías de las que siempre se habla es que la Institución y, por lo tanto, las ideas de Azcárate acerca de las reformas sociales y la separación Iglesia-Estado llegaron demasiado pronto. ¿Cuál es su punto de vista?

—No, no lo creo. El Estado aconfesional y la plena libertad religiosa se habían establecido en Estados Unidos en el siglo XVIII. Estados europeos católicos como Francia o Italia estaban entonces más secularizados que España. Las políticas sociales habían comenzado a implantarse en la muy conservadora Alemania de Bismarck, aunque es cierto que por temor a un socialismo mucho más fuerte que el español. En cualquier caso, la labor de la Institución no era política en sentido partidista, era pedagógica, pretendía cambiar la sociedad por medio de la educación, la ciencia y la cultura y esa era una tarea de fondo, necesariamente lenta. Pueden cuestionarse errores tácticos en las políticas de la Segunda República, que los hubo —el tratamiento que se da a la cuestión religiosa en la Constitución fue equivocado, hubiera bastado con lo que decía el proyecto constitucional de la primera, de 1873—, pero eso no se les puede atribuir ni a la ILE ni a Azcárate.

—Azcárate defendía un «federalismo orgánico». ¿Puede explicar en qué consistía? ¿De qué lado se pondría en la situación actual?

—Elena Aguado explica muy bien en el libro lo que pensaba don Gumersindo sobre estas cuestiones. Defendía la necesidad de reconocer las regiones, pero se alejaba del federalismo republicano tradicional, en el que veía un riesgo de disgregación, y del nacionalismo subestatal de catalanes y vascos —el gallego era todavía débil e incipiente—, para él la nación era España, aunque fuese diversa. Eso sí, no era centralista, le daba gran importancia a la autonomía municipal, como todos los demócratas y republicanos, reconocía que ya habían arraigado las provincias y la necesidad de reconocer a las regiones. En este sentido, algo se había avanzado en 1913 con la posibilidad de crear mancomunidades regionales, aunque luego Primo de Rivera abortaría la experiencia. Nunca me gustó hacer proyecciones hacia el futuro de las opiniones de personajes históricos. Azcárate es hijo de su formación y de su experiencia, si hubiese nacido en la segunda mitad del siglo XX ambas serían distintas y él no pensaría lo mismo que un hombre del siglo XIX.

—Si tuviera que hacer paralelismos con la actualidad. ¿Quiénes serían los protagonistas?

—No veo en la actualidad a ninguna figura comparable a Azcárate, con su autoridad moral e intelectual, capaz de ser escuchado por quienes tenían ideas políticas diferentes. El debate político es hoy de baja altura, pegado a lo inmediato, y Azcárate nunca hubiera recurrido a la descalificación del adversario, incluso al insulto, como es tan frecuente en la actualidad. Si convencía o, al menos, era escuchado es porque razonaba, porque argumentaba con solidez. Hoy no hay intelectuales que se dediquen a la política y los partidos prefieren militantes disciplinados que personalidades con criterio propio.

—¿Hasta qué punto fue Azcárate un heterodoxo? ¿Ser un librepensador hizo que su figura haya pasado inadvertida?

—Siempre mostró gran independencia y no dudó en enfrentarse con sus correligionarios republicanos si consideraba que no tenían razón. Francisco Balado plantea muy bien como evitó convertirse en un político localista y buscó el bien general, lo que no siempre fue comprendido en León. En lo que no estoy de acuerdo es que su figura pasase inadvertida, fue muy reconocido en su época y tras su muerte. La Segunda República lo honró con homenajes y, por ejemplo, un sello de correos. Fue miembro de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fue elegido presidente del Ateneo de Madrid en 1893. Tenía y tiene dedicadas céntricas calles en numerosas ciudades de España. Nunca fue olvidado en el mundo académico. La ley de la usura está de plena actualidad. Otra cosa es lo que sucedió en la cultura oficial durante la dictadura franquista y especialmente en León tras la guerra civil.

—Y qué decir de los leoneses...

—Lo de nuestra ciudad resulta particularmente sangrante. No se le devolvió en la transición la calle que se le había quitado, la actual Regidores, y se le dio hace unos años una muy periférica, no se le ha dedicado ningún monumento público, aunque sí llevan su nombre un colegio y un pabellón de deportes, ambos muy alejados del centro de la ciudad. No censuro que se lo recuerde en los barrios, pero sí que resulte inexistente para cualquiera que visite el centro o el casco histórico de León, salvo que se acerque a la Fundación Sierra Pambley. El ayuntamiento anterior, más preocupado por la «ocultura» que por verdadera cultura, rehusó colaborar en 2017 en la conmemoración del centenario.

—¿Qué le debemos a Azcárate en la configuración de los avances sociales que disfrutamos en la actualidad?

—Aunque sus logros fuesen entonces limitados, desde los estudios y propuestas de la Comisión de Reformas Sociales y del Instituto se crearon algunos de los fundamentos del después llamado Estado del bienestar, pero quizá lo más importante sea su papel como impulsor en España del liberalismo social. No es superfluo recordarlo en una época en la que desde un poderoso sector de las derechas se promueve un sedicente liberalismo que es autoritario en lo político y profundamente antisocial, que, en beneficio de los más acomodados, quiere acabar con la labor asistencial y correctora de las desigualdades del Estado.

—¿Quiénes fueron sus mayores enemigos?

—El integrismo religioso, el fanatismo, la derecha caciquil.

—¿Qué habría hecho de haber estado vivo durante la Guerra?

—Hay algo indudable, para él hubiera supuesto un terrible desgarro, la habría visto como una tragedia y como un fracaso. La guerra significó precisamente lo que él hubiera querido evitar, su proyecto era reformista y conciliador. Era demócrata y republicano, nunca hubiera podido simpatizar con la barbarie fascista, pero sin duda le habría disgustado profundamente la violencia que desató el levantamiento militar en la España que logró mantenerse fiel a la república y que le costó la vida, por ejemplo, a su amigo y colaborador Melquíades Álvarez, algo que lamentaría el propio Manuel Azaña, que también había participado en el proyecto reformista.

—¿Qué nos queda de su pensamiento? ¿Qué impronta logró imprimir en España?

—Azcárate tenía auténtico sentido de Estado, por encima de partidismos. Era un verdadero liberal, que defendía el derecho de todos los partidos a ser legales y a exponer sus ideas, por muy distante que estuviese de ellas. Lógicamente, era también un defensor de la libertad de conciencia, del derecho a practicar cualquier fe religiosa y de la laicidad y neutralidad del Estado en este terreno. Era profesor, pedagogo, y confiaba en la educación como instrumento de progreso. Era progresista en el mejor sentido del término, confiaba en la ciencia y en la capacidad del ser humano para crear e innovar. Tenía un profundo sentido ético, que le llevaba a condenar cualquier tipo de corrupción, creía que no se podía separar la moral privada de la pública. Todo ello sigue siendo plenamente actual, es intemporal. Por eso sus escritos, independientemente del interés académico, se reeditan y pueden ser leídos con gusto un siglo después de su muerte.

tracking