Diario de León

poesía

Un canto eterno y nunca viejo

el lugar en mí Antonio Manilla Premio Ciudad de Salamanca, Reino de Cordelia. Madrid, 2015. 112 páginas.

Publicado por
josé enrique martínez
León

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P ausada y gradualmente, Antonio Manilla ha ido marcando un territorio propio en el que rige la claridad expresiva, la tonalidad melancólica que imprime el fluir temporal y la emoción templada. Son características que atañen también a su nueva obra, El lugar en mí, modelada en cuatro partes según el ciclo de las estaciones, enmarcadas por un prólogo y un epílogo en verso. Escribe en aquel: «Hemos crecido aquí. / En un jardín plagado de quimeras. / No sabemos si irnos o quedarnos». Pero la quimera, el sueño, trae en el reverso «el pan del desengaño». La duda proviene de la idea de permanecer en ese jardín que remite al pasado o enfrentarse a la desesperanza del presente. El «aquí» reenvía al lugar del título, el paisaje norteño de la montaña leonesa interiorizado por el poeta. El aspecto más relevante del poemario es la escenografía natural en el transcurso cíclico estacional que verbaliza el poeta.

El paisaje, se suele afirmar, es una construcción del hombre. En nuestro caso, de la mirada y la sensibilidad del poeta, en las que van impresos el temblor del alma y la fruición de la palabra. En la naturaleza veraniega aparecen elementos como la «noche movediza» entre el ocaso y la aurora, el amanecer como combate diario entre la sombra y la luz, la placidez que sigue a la tormenta o la belleza de la atardecida, todo armoniosamente concertado en un tiempo que, en el deseo, pudiera ser eterno. Esta poesía de sensaciones respira el placer de lo natural, con el alma dispuesta a la belleza de las cosas y a la tristeza o la alegría que suscitan.

El poeta prefiere el otoño, tradicional estación de la melancolía, con las fogatas de hojas secas, las golondrinas que se van, las setas entre la podredumbre, el tiempo que «matiza lo extremo, / que nos revuelve el alma / con sobria tensidumbre», «los relumbres de la luna en los regatos», la tristeza de los recuerdos, de «aquel rayo que fuimos» y que «iluminó un instante / la vida entera». En el invierno, un nido vacío es símbolo de otros «corazones despoblados»; un sitio junto al fuego es el espacio de la reflexión y la nostalgia. Finalmente, en la primavera «nada está quieto», todo bulle, brota, se viste de color, se esponja con la lluvia o trina con el oculto ruiseñor «un canto eterno y nunca viejo». Y uno piensa de qué sencillas impresiones puede emerger la poesía. Claro es que se precisa la sensibilidad y el don de la palabra de un poeta como Manilla.

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