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NARRADOR Y PERIODISTA, JOSÉ LUIS CASTILLO PUCHE (1919-2004), ANTES DE JUBILARSE COMO PROFESOR DE LA FACULTAD DE INFORMACIÓN, ACREDITÓ SU OLFATO DE MERODEADOR DE ILUSTRES. SI EN 1956 HABÍA FOTOGRAFIADO A HEMINGWAY CON UN BAROJA AGONIZANTE, EN 1974 ORQUESTÓ EL REGRESO, PATROCINADO POR UNA FUNDACIÓN DEL OPUS, DE UN RAMÓN J. SENDER YA PREMIADO CON EL PLANETA. divergente

Foto de Castillo Puche tomada en 2002

Foto de Castillo Puche tomada en 2002

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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L a primera semana de este julio se cumplió el centenario del nacimiento de Castillo Puche en Yecla, que remueve la memoria de su obra narrativa quince años después de su muerte. Un conjunto de novelas claramente perjudicado en su dimensión literaria por una deriva vital dependiente en exceso de los requisitos y urgencias del periodismo. Castillo Puche estudió el bachillerato en el mismo colegio de los escolapios donde lo había hecho Azorín y de allí acudió al seminario de Murcia. Hizo la guerra como sanitario en el ejército republicano, y a su conclusión, completamente solo por la muerte de su madre y de sus tres hermanos, ingresó en Comillas para seguir estudios eclesiásticos. Abandona ese camino en 1943, cursando Letras y Periodismo en Madrid. Enseguida aborda su primera novela, como expresión de su desconcierto: Sin camino , que concluye en 1947 pero no verá la luz hasta 1956 en Argentina y 1963 en España. Antes aparecen sus libros sucesivos Memorias íntimas de Aviraneta (1953), el relato de intriga y aventuras Misión a Estambul (1954) y Con la muerte al hombro (1954). Su Aviraneta glosa al personaje barojiano, partiendo del hallazgo de un conjunto de documentos inéditos en la academia de la Historia, que vienen a enmendar su perfil fantástico de conspirador decimonónico. Pero el requilorio no alcanza ni de lejos al modelo.

El trasfondo de la violencia bélica bulle en sus primeras novelas: Con la muerte al hombro, Sin camino, El vengador (1956) e Hicieron partes (1957). Desde la amenaza existencial de la tuberculosis, que vigila como condena en tiempos menesterosos, al fracaso de la vocación religiosa; de los propósitos de venganza de un soldado vencedor en la guerra que vuelve a Hécula (Yecla), donde han matado salvajemente a su madre y a sus hermanos, al encono familiar por el reparto injusto de una herencia organizada por don Luciano, un arcipreste sin escrúpulos. Precisamente Hicieron partes recibió el premio nacional Miguel de Cervantes en 1958. La novela discurre al compás del diario de Cosme, que ha sido condenado a muerte por crímenes de guerra y por haber matado al arcipreste para vengar a su padre: sus zozobras y vacilaciones tienen mucho que ver con las tropelías bélicas, aunque van a concluir con su conversión redentora.

Vinculado como periodista a la oficialidad institucional, compagina su puesto de jefe de prensa del ministerio de Educación con el de redactor de Informaciones. En el ministerio funda una agencia de colaboraciones culturales y la comisaría de extensión cultural, en cuyo desarrollo viajero arropa a Gaspar Gómez de la Serna (1918-1974). Simultáneamente, trabaja como periodista (secretario de redacción y director de Mundo Hispánico ) y recibe el premio de Bellas Artes 1955 en Cultura Hispánica. Entre 1967 y 1972 es corresponsal de Informaciones en Nueva York. Sus novelas siguientes (Paralelo 40 y Oro blanco , ambas de 1963) se apartan del universo precedente. Paralelo 40 refleja el impacto que causa en aquel Madrid la llegada de los americanos de la base de Torrejón de Ardoz, como consecuencia del acuerdo con Estados Unidos. La novela profundiza tanto el análisis social de los soldados americanos que habitan escindidos por razón de su color en el madrileño barrio de Corea, como en sus relaciones con las familias españolas que sirven en sus casas, sobre los que despiertan una mezcla de atracción y rechazo.

Su protagonista español es Genaro, un comunista infiltrado en la colonia extranjera para ejecutar un sabotaje que sostenga su protagonismo en el partido y sacie sus ansias de revancha. Finalmente opta en el conflicto de conciencia por su amistad con un sargento negro cuya vida está en juego. Castillo Puche fue vecino de aquel barrio y sus personajes resultan creíbles. Por su parte, Oro blanco novela la vida de los pastores vascos en el estado americano de Idaho, donde sus esfuerzos se concentran en rentabilizar el comercio de la lana, como su fuente esencial de riqueza. Más reportaje que ficción, se asienta sobre un riguroso bagaje documental.

Pero la pausa de estas dos novelas americanas no desvía a Castillo Puche de su venero esencial, que gira en torno al desgarro de una espiritualidad atribulada por las dudas. De las tres trilogías finales, marcadas por una escritura crecientemente visionaria y onírica, dos quedarán inconclusas, la primera y la última. En El cíngulo , que explora la figura del sacerdote «como fracaso e impotencia», pone de manifiesto la pugna entre la libertad íntima y las exigencias eclesiásticas. Los problemas de la Iglesia falseada, dentro de una sociedad presuntamente católica, ven la luz en Como ovejas al matadero (1971) y Jeremías el anarquista (1975). Ambas novelas suponen un salto formal decisivo y en aquel momento inadvertido, respecto a su obra anterior.

La Trilogía de la liberación (El libro de las visiones y apariciones , 1977; El amargo sabor de la retama , 1979; y Conocerás el poso de la nada, 1982, galardonada con el premio Nacional de narrativa) explora con lirismo los hondones de una intimidad atenazada por viejos terrores. Su última trilogía incompleta (Bestias, hombres, ángeles ) dio a conocer el monólogo inculpatorio de Los murciélagos no son pájaros (1986), y ya póstumamente, Roma, ramera y romera (2004), que asoma a la cara oculta de la ciudad eterna a través de una compleja fábula de intriga protagonizada por eclesiásticos.

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