Diario de León
Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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uando voy conociendo y contrastando -”con todas las contradicciones con que el pueblo hace suyas algunas historias-” lo que cuento en esta página, inevitablemente me viene a la memoria aquel

General de un ejército de pobres

(

Filandón

, número 586: 8 de junio de 1997) que un día me atrapó y que viene a sumarse a la lista de tipos excepcionales y anónimos que la historia nos ofrece siempre. Sólo que la gran mayoría se pierde cuando desaparece la memoria de algunas, no muchas, generaciones. Permanecer en bronce es una garantía de pervivencia, aunque se diluyan muchos perfiles. Esta pérdida, sin embargo, suele abrir las puertas del mito. Es lo que empieza a ocurrir en la Plaza de San Francisco, al lado mismo de la que fuera iglesia barroca -”no se celebra ya culto religioso en ella-” del mismo nombre. En La Habana Vieja la estatua de

El Caballero de París

recuerda a un hombre que durante muchos años fue el personaje más popular y querido, sin duda, de la capital cubana. Sus restos reposan en el Patio de Teresa de Calcuta en la citada antigua iglesia.

El Caballero de París no era, desde luego, de París. Ni siquiera francés. Me cuentan algunos de los pocos que conocen escasos rasgos de su historia, vida y milagros, que su elegancia y distinción le valió este nombre, más bien, sobrenombre, porque una y otra llegaban desde la capital francesa para el común de los mortales de aquellas fechas y geografías. Identificaciones lógicas a veces, no tanto otras. Pero identificaciones al fin y al cabo.

El Caballero de París, qué curioso, era un español que debió de llegar a La Habana a principios del pasado siglo, muy joven. Las cuentas, por alto, responden a las cuentas de la vieja: murió a finales de los años setenta con esos mismos años aproximadamente. Lo que nadie ha sabido es poner

me

-”perdonen este dativo éticamente protagonista-” nombre a la ciudad o provincia española de origen. Y eso, me dicen, que hay un libro, escrito por un psiquiatra, sobre el personaje. Lo busqué sin éxito, cosa difícil por el manejo bibliográfico de magnífica precisión que tienen muchos libreros de la capital y de la que dan fe frecuente.

l recurso a su origen desconocido y la imprecisión de datos que envuelven en la calle al personaje son elementos que abonan el camino de la leyenda y el mito. Casi todo concurre en esta cita escultórica, posiblemente la más frecuentada visita fotográfica, especialmente para turistas, que le dan la mano o acarician su barba, generosa. El mito, por ejemplo, abandona las referencias de la realidad para sobrepasarla mediante peticiones y deseos. Y aquí parecen escucharse algunas, aunque sólo sea en el latir del alma del viajero. Por si acaso, la mía, o el mío -”volver a La Habana-”, se la dejé al oído en una tarde suave y cálida, envuelta en un rumor cercano de música que habla de estas gentes entrañables y de sus propias esperanzas.

uentan quienes conocieron a este mendigo singular que formaba parte del paisaje ciudadano, especialmente de la Habana Vieja y el Vedado, dos referencias urbanas inevitables, esenciales más bien. Cuentan que caminaba con la lentitud de quien es dueño del tiempo, con la mirada desdibujando el horizonte y la barba crecida en la sabiduría de la vida. Y dicen que aceptaba sólo la caridad del comer de cada día, que los utensilios los llevaba siempre él en la mano derecha, el periódico, o los periódicos bajo el brazo. Lo que nunca sabremos es si en ellos leía siempre la misma historia, ni qué historia tampoco. Y dicen también que jamás aceptó una propina, pero que regalaba flores a damas generosas con la palabra, su hambre o la belleza. Que su elegancia estaba en el espíritu, acaso también en la capa que ventoleaba al aire en su espalda. Que era caballero, delicado, elegante y distinguido.

asados unos años, sin renunciar a la libertad que da la calle, la comida la tuvo asegurada en cualquiera de los restaurantes o casas de comidas de las zonas frecuentadas. Me aseguran que a cargo del dinero común, que nunca aceptaba otro cobijo. Hasta que un buen día -”nunca sabremos con exactitud qué es un buen día-” fue a dar con el final de sus cansancios en una Residencia de Ancianos. «He llegado al Paraíso», cuentan que dijo entonces. Y la frase se convirtió en la garantía del amor de unos pocos que velan por los desamparados y por los que acaban sus días sin que alguien los llame por su nombre.

principios de este siglo una vida diminuta en apariencia quedó escrita en el bronce para siempre. Obra del escultor cubano Villa, el Caballero de París ha quedado atrapado en la leyenda de esta singular y cautivadora ciudad de La Habana. Sí me gustaría saber qué le cuentan al oído vecinos y viajeros. Y cómo sonreirá este ciudadano de a pie y del paisaje, caballero y humilde, que, según lo que narran esas hermosas crónicas nunca escritas, enloqueció al ser acusado por robar una joya que nunca robó en la casa en que servía. «Y enloqueció como don Quijote, señor. Como don Quijote». Me lo recalcaba con una mirada inolvidable una hermosa negrita que empieza a encanecer, oronda como el mundo, bondadosa y dulce como la brisa que llega desde las aguas cercanas del Caribe. No sé por qué tengo dos nuevos rostros para colocar en mi vida, aunque uno perdure sólo en el bronce con que se tejen el mito, la memoria y la leyenda. Así, seguro, nunca estaremos más cerca de la realidad.

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