Diario de León
Publicado por
nacho abad
León

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La escalera de peldaños irregulares, construidos con piedras redondas como caparazones de tortuga, desciende hasta un camino que recoda tanto sobre sí mismo que acaba por no llevar a ningún sitio, lo que me motiva a pasear cada mañana por él hasta el final, hasta ninguna parte, donde deviene en un muro vegetal de raíces que se levantan más de un metro del suelo, y pelean entre ellas por ocupar la tierra de la que los árboles beben el agua negra del amanecer. Agua igual de negra que los cuervos que se columpian en las copas, graznando de placer y de espanto. En ese punto un grupo de voluntarios colocó hace años un cartel que trata de disuadir a los suicidas. Ahora, un operario de la empresa municipal de conservación lo frota con un paño empapado en disolvente para limpiar una pintada, hecha con un rotulador rojo, que dice «Dios vive en un bosque ateo», justo debajo de una frase que apela al amor de la familia y al valor de la vida. Le pregunto al hombre si sabe cuánto lleva allí esa pintada. Se gira y me mira por encima de sus gafas de montura negra y vidrios sucios: «Vengo todos los días, a primera hora. Ayer no estaba. De eso estoy seguro». Me despido de él y, en vez de dar media vuelta, intento avanzar más allá del camino, por entre las raíces y las piedras, pero enseguida el suelo se convierte en arcilla y me atrapa como un inmenso chicle caliente. Más allá de ninguna parte no hay nada, porque nada puede haber, solo el falso techo de la imaginación, donde alguien escondió todos los tesoros olvidados de la infancia: una rama con forma de hueso de ballena, cromos enmohecidos de animales mitológicos, el papel donde apuntamos el número de teléfono de la primera chica que nos gustó, el recorte de una revista con la fotografía de un muerto, y algunas otras cosas que robamos a nuestro mejor amigo —¿se acordará de nosotros? Ojalá que aún nos odie—, como una estrella arrancada a un Mercedes, una navaja de afeitar o un encendedor cromado. Miré al cielo y allí no estaba Dios, pero algunos cuervos echaron a volar como si algo les hubiera asustado. No sé por qué, tenía las manos manchadas de rotulador rojo. Me las froté, pero no conseguí borrarlo. Daba igual. Tampoco podía avanzar. La tierra me había atrapado en su trampa. Lo que ayer aún no estaba hoy ya no está.

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