Diario de León

Hernán Migoya, escritor

«Al final, todos estamos igual de vendidos al poder»

Hernán Migoya presenta ‘Cleo’, una distopía sobre una sociedad en la que lo diferente no tiene ninguna posibilidad

Hernán Migoya, caracterizado como faraón

Hernán Migoya, caracterizado como faraón

León

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Una dictadura feliz —pleonasmo o oxímoron según el relator— en la que el tirano ordena asesinar a los protagonistas de cada película que se produce es el arranque de la nueva novela de Hernán Migoya, Cleo, una distopía que no está tan lejos de la homogeneización cultural que ha arrasado con la capacidad creativa y que busca aplastar el pensamiento crítico.

—¿Quién es Cleo?

—Cleo es, supongo, lo más cerca posible que yo puedo estar de crear un personaje idealista capaz de convertirse en un emblema de la revolución. Ella es una persona que comparte mi gusto por el glamour y por el divismo, que adopta de algún modo el egoísmo hedonista como elemento positivo casi desde un punto de vista randiano, pero con una decencia interior que la convence de que es también necesario cambiar la sociedad abusiva que la rodea. Porque lo fácil es decir que todos los demás son borregos y están absorbidos por las imposiciones del sistema, pero cualquiera sabe también que no todo el mundo es borrego. Y que, al final, todos estamos igual de vendidos al poder si alguien no da un paso adelante y cambia las reglas. Al final, hasta el más cínico es un ciudadano derrotado por el sistema, o quizá el más derrotado. Cleo lo sabe y decide tomar el liderazgo de la revolución, un liderazgo a su manera. «Más vale morir sofisticada que vivir de rodillas», podría ser su lema a lo Che Guevara. Un Che Guevara que amara a los gays en lugar de matarlos, claro.

—Una mujer o un hombre sin rostro que se libra de la muerte y se convierte en un símbolo de la identidad. ¿Es la identidad el gran peligro de los nuevos sistemas políticos?

—La identidad siempre ha sido perseguida ¿no? La judía, la gitana, la homosexual… Creo que nada ha cambiado y es importante que los sistemas respeten todas las identidades colectivas e individuales. Sí es cierto que hoy hay una obsesión por la identidad, como si una etiqueta resolviera todos los problemas de cada persona. En Perú soy un blanco hetero español, mis rasgos marroquíes allí son de blanco (y en los USA, de latino). En los documentos de la Interpol te obligan a consignar que eres blanco. Para reírme de ese absurdo, cuando efectuaron un censo de la población de Lima en 2017 y obligaron a los ciudadanos a autodefinirse como blanco o negro o mestizo o quechua, etc… yo dije que era bereber. Y así consta oficialmente. Seguramente soy el único bereber oficial del Perú. ‘Cleo’ habla de esa obsesión por creer falsamente que la etiqueta explica e inmuniza a los seres humanos.

—¿Cómo crees que serán las grandes tiranías del futuro?

—Bueno, las tiranías del futuro ya están aquí. Nuestro mundo actual es una tiranía, llámale capitalismo a ultranza o lo que quieras. El mero hecho de no poder comprar un ordenador donde escribir sin estar obligado a enchufarlo a internet para que te vigilen y te vendan cosas ya es una dictadura del sistema. Hemos perdido mucha libertad. Encima el progresismo que debería luchar contra eso se dedica a heredar lo peor del moralismo puritano estadounidense y nos quiere imponer todavía más normas rígidas copiadas del protestantismo más carca. Todo ello excusado por un sentimentalismo vacuo y estúpido, típico de urbanitas occidentales mimados que hoy son, básicamente, consumidores de emociones de segunda mano.

—Al final, se trata de controlar la cultura...

—Cleo toca esos temas, pero se centra sobre todo en lo que sucede, y en lo que hasta cierto punto ya sucede en España, cuando la cultura es completamente controlada por el Estado: cómo se convierte en una cultura de escaparate, donde solo se exhibe lo considerado bonito por el poder, y el verdadero arte, espoleado por grandes pasiones de todo orden moral, se sepulta debajo de la alfombra. Y la cultura de un país se transforma en una postal inodora e insípida de colores falsos. Y el sistema cultural en una mafia de camarillas y adosados.

—Las distopías se escriben siempre en momentos previos a las grandes epopeyas o las grandes tragedias, que viene a ser lo mismo. ¿En qué momento crees que nos encontramos?

—Creo que es un buen momento para huir de Europa. Yo siempre he creído en Europa, porque es la única potencia mundial que no se basa en el delirio nacionalista. Tienes de aliados a dos eternos enemigos, como Francia y Alemania, y a estados de lo más diverso pero con una mínima democracia asentada: y eso es garantía de que esa organización lucha por un bien común y por unos derechos civiles que costó muchos siglos construir. Pero el nacionalismo fanático está dinamitando otra vez todo eso. Así que prefiero regresar al caos latinoamericano: son países más jóvenes y solo por ese motivo la gente es más feliz, no siente encima el peso del fracaso de las viejas civilizaciones ni la depresión a la que, desgraciadamente, nos aboca la satisfacción de las necesidades garantizada por la sociedad del bienestar. Viven al día y sin la omnipresencia del Estado, no necesitan estar calculando todo el tiempo como nos obligan a hacer en Europa. Allí lo imprevisible aún es posible. Y sin lo imprevisible en la ecuación de la vida, es imposible ser feliz.

—¿A quién se asemeja más el Padrecito?

—Obviamente el Padrecito es una parodia de Mao Tse-Tung y de otros líderes políticos con muchos muertos a sus espaldas. El villano de mi novela es una especie de dictador populista con sobrepeso que he basado en la extrema izquierda histérica española y en los políticos populistas de derechas que he conocido en el Perú. Alguien que siempre va a ganar y que transforma cualquier acción abusiva en propaganda «por la justicia para el pueblo»: el Padrecito ordena matar a todos los actores de cine una vez han protagonizado una película, porque no quiere que ninguno se haga tan famoso que le haga sombra en vida, y él lo justifica diciendo que «su» pueblo no entendería que un mismo rostro interprete más de un personaje, porque ya no es capaz de hacer el salto mental entre realidad y ficción: a eso vamos, con las leyes obsesivas por controlar cómo debe ser la ficción, ¡la fantasía! Cuando lo que define a la fantasía es, precisamente, la ausencia de limitaciones, incluidas las morales.

—Lo enfocas como una especia de obra tragicómica a la manera griega. ¿De qué forma comenzaste a pergeñar esta novela?

—La idea me vino por la cantidad de reglas reaccionarias para restringir la ficción que pululan en Estados Unidos. Seguía a la recién fallecida escritora de terror Anne Rice en las redes y comprendía su pánico ante esas normas por las que un autor solo podría crear personajes que fueran de su misma raza, género sexual e incluso estatus económico. En España también las hay: cualquier escritor te dirá que escribe distinto (más «bonito» y políticamente correcto) cuando presenta cuentos o novelas a premios financiados con dinero público: es ya una subliteratura. Esa estrechez de miras llevada al extremo de aplicar un corsé de púas al acto maravilloso de imaginar sobre el que se basa cualquier ficción, ese deseo patético de controlar la imaginación como se trata de controlar la realidad, de crear un sistema político para el acto de escribir ficción, me hicieron pensar qué sucedería si en un futuro inmediato un gobierno populista aplicara dicha literalidad al cine, de modo que el público crea que el actor en la pantalla ES realmente el personaje. Y por eso el mandatario debe matarlos a todos tras su actuación en la película. Y la única actriz que escapa a esa ejecución estatal se convertirá, claro, en símbolo de la rebelión.

—¿Crees que hay ‘Cleos’ en la sociedad actual?

—Para mí la cómica Esty ‘Soy una pringada’ Quesada es un soplo de aire fresco y esperanza en España, por ejemplo. No estoy de acuerdo en muchas de las cosas que dice, pero sí en cómo las dice: sin miedo, a lo bruto, con valentía. Hoy hay que hablar en público así cuando haces humor, hay que demostrar que nos podemos reír de todo y que no por ello dejamos de respetar profundamente los derechos humanos.

—¿Éramos más libres en el franquismo? Te lo pregunto porque en éocas de escasez y de falta de libertad,  siempre hay más creación liberadora que cuando hay estómagos agradecidos.

—No, es imposible ser más libre en una dictadura que en una democracia. Lo triste es que al morir un dictador como Franco, de pronto todo el mundo dice que fue antifranquista, cuando ese asesino estuvo en el poder tres décadas y media. Es como cuando hoy prohíben el ‘Maus’ de Art Spiegelman en un pueblo perdido de los USA y te salen aquí miles de defensores de la libertad de expresión protestando: pero en España el cómic ‘Hitler SS’ lleva prohibido ¡tres décadas! y nadie se atreve a protestar por ese atentado en nuestro propio país a la libertad de expresión, que sí es real. En épocas de vacas gordas, todo el mundo es muy valiente.

—¿Qué opinas del puritanismo y las teorías queer de Podemos?

—Respecto a la abolición de la prostitución, es un triunfo rotundo de los preceptos morales de ultraderecha. En cuanto a lo otro, yo soy absolutamente proqueer. Cuando me dicen: «Es que peligra la familia tradicional», yo siempre respondo: «Genial, que peligre». Que fluya la vida. Además, esas opiniones conservadoras son idénticas a lo que los racistas argumentan en los USA ante la invasión de latinos: «Es que peligra la raza blanca». Lo mejor que le ha pasado a España como sociedad es la invasión de la población latinoamericana. Con su reggaetón, su perreo y su espontaneidad, han devuelto la alegría de vivir al país

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